Carlos Enrique Saldivar
«Las alas
se aproximan
abiertas
vuelan
alrededor del Sol».
—Ana Vera Palomino («Dos ausencias»).
Ella no tenía nombre. Lo perdió cuando le volaron aquella parte de la cabeza.
Nunca supo cómo se curó. Quizá fueron los insectos. A lo mejor alguna araña tejió una gasa de compasión sobre su cráneo, en el hemisferio izquierdo, haciendo que ella pudiera levantarse para así contemplar con horror lo que había quedado de su pueblo.
Y en ese instante hubiera preferido morir.
¡Dios, Dios, Dios!
Un sombríocuervo aleteó.
A lo lejos vio una clarapaloma aletear también. Era una especie nueva, casi no tenía plumas, no obstante las pocas que poseía brillaban de una manera extraordinaria. Las nuevas especies mutadas por la contaminación no eran grotescas, eran más dóciles y resistentes que las anteriores, por eso aún se podía ver insectos bajo las piedras. Definitivamente perros y gatos ya no, solo unas cuantas cerdorratas corriendo bajo las casas. Se las podía oír royendo los cadáveres.
Y qué decir de los insectos, de las hormigas naranja del tamaño de un cangrejo, o de las moscas transparentes que venían a devorar los restos. Necesitaban comer y reproducirse.
Todo ser en el mundo necesita consumir, estos animales consumían la muerte.
Los hombres también ingerían la muerte.
Los hombres eran insectos.
Ella no recordaba muchas cosas. Sabía que había tenido una familia. Eso era todo. Encontró un robot de juguete hecho trizas y supo que había tenido un hermano de seis años que alguna vez jugó con un artefacto del mismo modelo. Y que, alguna vez, entre saltos y empujones, también jugó con ella en el parque.
Cayó de rodillas y lloró.
Sintió un dolor agudo en un rincón de su vientre que de inmediato se extinguió.
Decidió ignorar el sufrimiento. Retornar rápidamente a la realidad.
Sus sentidos parecían hallarse ilesos. Encontró una foto quemada a medias. Vio su imagen abrazando a las gemelas.
Ya no las abrazaría más.
Supo que había tenido una familia numerosa, feliz. Se dio cuenta de que ya no la tenía.
Supo que muy pronto su ser entero —o al menos una parte de éste— moriría también.
Pero no lograba entender por qué estaba viva.
Sus ropas estaban desgarradas. Sintió su cuerpo pesado, como si sus extremidades estuvieran hechas de acero. Su vestimenta estaba muy sucia, manchada con sangre. Intentó tocarse con su mano derecha... No pudo hacerlo. Hasta el momento había tanteado su opaca realidad con la izquierda. Ella era zurda. Cuando quiso apoyarse en el suelo con la palma derecha, no sintió cosa alguna, con la diestra no podía tocar nada. Cayó al suelo de lado.
No tenía brazo...
Sólo un muñón ensangrentado a la altura del codo.
Gritó. Le dolía.
El sufrimiento vino a su mente, justo al centro de su cerebro. De pronto, un insecto muy extraño se trepó a su hueso quebrado y se adhirió al borde. Algo extraño ocurrió. El pequeño bicho llenó con su ser las venas inflamadas, esto hizo que a ella le atormentara más la horrible laceración. Pero en dos segundos el dolor cesó.
El insecto se restregó en aquel hoyo rojo y sanguinolento, e hizo ahí su guarida. Aquella especie no pondría huevos aún. Estaba ahí por otro motivo. Su cuerpo destilaba un anestésico muy poderoso. La hemorragia cesó. Volvió a doler. Mantuvo al insecto ahí dentro, su presencia le proveía de un placer misterioso. De momento, no sintió ganas de alejar a aquel bicho. Tuvo una suerte de presentimientos. Súbitamente supo que debía deshacerse del animal antes de tres días cuando le llegara la hora de echar huevos. Por lo pronto, la criatura vertía una especie de sustancia química que nunca pudieron identificar los que la crearon en un laboratorio militar seis años atrás. Aquel líquido milagroso era utilizado por algunos soldados durante La Guerra del Cese. Cazaban con ahínco a ese insecto. Uno solo era capaz de quitar el sufrimiento a un soldado y de regenerar una pequeña porción de sus tejidos. No obstante, el insecto en cuestión era muy escaso. Los científicos desecharon el experimento pues nunca produjo resultados cuando estuvo bajo su control. Sin embargo, la especie sobrevivió y sus cualidades especiales se manifestaron en sus descendientes. La gente del pueblo lo llamaba Capuchimax Ajentus, el insecto de la curación, un escarabajo naranja y redondo. El fenómeno radiactivo que lo originó fue el mismo que había creado hace doce horas a los nuevos arácnidos.
Ella sintió la araña sobre su cabeza y supo que estaba tejiendo una tela curativa sobre una herida que, hacía dos minutos, se estaba abriendo de nuevo.
Se hallaba semidesnuda, su vestido de colegio, con el que asistía a la escuela del pueblo, donde cursaba la secundaria, estaba hecho jirones. Poco a poco se fue deshaciendo hasta dejarla indefensa. Se sintió débil, ni los músculos de sus piernas, ni el resto de su cuerpo le ayudaban a mantenerse en pie. Era muy delgada, de estatura baja y contextura esmirriada, aunque no por eso carecía del atractivo de una juventud floreciente. Tan solo había visto quince mayos y los había gozado de un modo solemne (aunque intenso). Sus cabellos lacios, castaño claro, se habían despegado, en su mayoría, de su pequeña cabeza, partiendo hacia lugares ignotos. Ella lo sabía, de alguna inexplicable manera, sabía como se veía. No aguantó más y se dejó caer en el suelo, sobre un montículo de arena.
Deseaba morir pronto.
Durante su inesperado descanso experimentó un breve sueño: había tenido una pelea con sus padres porque conoció a un chico «muy agradable», decía ella. «Todos los demás son unos tontos, pero él es de verdad agradable». Le había dicho que lo amaba el primer día que lo conoció y él no pudo tomarla en serio. Eso la tenía desconcertada, sin embargo mantuvo muy en alto sus expectativas románticas. Su madre no quería que lo volviera a ver. Su padre no tenía tiempo para opinar sobre aquel tema, debía cosechar las siembras para que él y ambas mujeres pudieran comer en los días próximos. Ella se sentía feliz y, a ratos, triste. ¿Qué sabía su madre de sus sentimientos? No estaba en la cabeza de su hija. Era su primer gran amor y, en aquel pueblo alejado de la frialdad y malicia humana, muchas veces el primer amor era el único. Estaba convencida de que él la quería, si no hubiera sido así no le hubiese propuesto que se vieran en la colina aquella tarde.
Aquí dejó de ser un sueño para tornarse en esa maldita subclase del mismo llamada pesadilla.
Hubo un estallido, de inmediato otro, y otro. Resplandores de todos los colores iluminaron el cielo. Eran las bombas: contaminantes, congelantes, de fuego, de plasma. La gente ardió en vida. Ella los vio, hombres, mujeres y niños. Corrió despavorida hacia su casa, pensando ingenuamente que allí encontraría protección, no obstante antes de llegar su residencia se hizo añicos. De súbito, sintió en las pequeñas latitudes de su cuerpo un calor muy intenso y un dolor increíble en el vientre. Ella lo supo todo. La bomba que cayó sobre su ser era un experimento de ellos: Los barredores de la esfera maestra, los que dirigían al país, los que ingresaron por la fuerza luego de derrocar al Presidente y de desollarlo en público, argumentando que su incapacidad para enfrentar La guerra del cese había llevado al país a la ruina. Quedaban pocos lugares que mantenían sus virtudes intactas, su pueblo, Coyllur, era uno de estos. Ellos, los dirigentes, desconfiaban de aquel poblado, no veían con buenos ojos la manera en cómo este respetable lugar se desenvolvía. Pidieron muchachos para la guerra y el alcalde aceptó cederles a toda la juventud masculina de la zona. Muy pocos de ellos volvieron. Luego empezaron a solicitar adolescentes y niños para reclutarlos con el fin de enviarlos a una muerte segura. Además exigieron mujeres, sobre todo jóvenes y bonitas, para satisfacer al ejército que hacía sus prácticas en el pueblo adyacente. A estas dos A estos dos últimos pedidos los habitantes se negaron. Hubo amenazas, hubo atentados, no hubo masacre alguna de momento, aunque ellos avisaron que tomarían Coyllur por asalto uno de estos días y convertirían en soldado a cada hombre, mujer o niño que encontraran. El alcalde no quiso escuchar las amenazas, hablaba muy bien frente a su gente, los convencía de que todo mal terminaría, que estábamos ganando la guerra y que las cosas se solucionarían pronto. Nada más lejos de la verdad. El pueblo no quiso aceptar la postura de Los barredores de la esfera maestra. Decidieron formar una ofensiva contra esos militares agresivos. Hacía una semana habían atrapado a uno en las afueras de la comunidad, estaba violando a una niña de doce años. Le reventaron los testículos a golpes y lo dejaron vivir para que contara lo que les ocurría a los malhechores que se aprovechaban de ellos. Fue un error lastimar a ese hijo del sistema. El líder de los barredores había implantado recientemente una nueva política. Si no mueren en la guerra que mueran en pos de los objetivos de la misma. Ese fue el fin de Coyllur. Los de la esfera maestra necesitaban un territorio habitado para probar una nueva arma. Ya lo habían intentado antes con interesantes resultados para ellos y, nefasto para las víctimas. Esta vez deseaban utilizar un armatoste especial: una mezcla de varios instrumentos de ataque. Dichas pruebas, sin permiso de nadie, se habían extendido por todo el mundo. La gran potencia del norte de América las había aplicado, también se había hecho en Europa y Asia. ¿Cabría aquí aclarar que estas agresiones fueron las que causaron la Gran Guerra? Todo había comenzado con un ataque de Estados Unidos contra un pequeño país de áfrica. Luego los objetivos fueron los pequeños países latinoamericanos que no querían apoyar aquella calamitosa campaña. Por supuesto, había grandes potencias en el mundo que luchaban por terminar de una vez con la amenaza bacteriológica y demás. Pero casi siempre los que solo se defendían eran exterminados. Los que habían hecho algún tipo de reclamo alguna vez en Perú estaban muertos. Aquel que alguna vez opinó en contra del gobierno también había sido eliminado y no quedaban rastros de él sobre la faz de la Tierra. El único lugar que creaba problemas aún era Coyllur, sin embargo eso terminó pronto. Era una época oscura, de locura y destrucción, un maldito fenómeno humano que nació cuando alguien descubrió la manera de utilizar todos los tipos de bombas como una sola y algún otro encontró el modo de mezclar ciertos tipos de agentes biológicos y químicos dentro de esta bomba universal. La enorme esfera que intimidaba y asesinaba sin dudarlo era ahora dueña del país. Totalmente. Dichas mentes retorcidas habían formado un estado que, si bien, podría soportar unos años más los embates de la guerra, no tenía un pueblo librepensador, digno y valiente. Poco a poco los habitantes del país se integraron a este maligno conglomerado de fuerzas que solo deseaban dominar el sur de América, adueñándose de las vidas, mentes y, en la medida de lo posible, de las almas de sus gobernados.
Ella lo supo todo en ese momento, pero, ¿cómo?
No tenía por qué saberlo, era una niña. Nada le quedaba en el mundo. ¿Qué podía saber ella de intereses políticos, del abuso de los gobiernos, del dominio mundial? ¿Qué sabía ella de experimentos genéticos, de bombas nucleares, de las hipócritas promesas de los dominadores del Perú o de las constantes manipulaciones de los barredores del infame país del norte? Del dolor. De la muerte misma.
Sabía mucho.
De sí misma. De aquella gente que una vez vivió en paz en este poblado ahora muerto, ya barrido de la faz del mundo.
Soñó que caminaba sobre una gran pila de cadáveres, sobre edificios destrozados, por encima de la escuela hecha añicos, donde solo quedaba aprender sobre la muerte. La profesora, que había sido como una segunda madre para ella, estaba partida en dos, abrazada a una chiquilla de cabello corto que tenía los intestinos derramados sobre su falda blanca. Sintió asco. Pero no vomitó. Aún no. Siguió caminando, vio la ruta hacia el centro del colegio cubierta de restos de alumnos pequeños. Más adelante estaba el espacio de secundaria, a un costado se ubicaba la sala de costura; había alumnas allí, sus compañeras, todas despedazadas. Ella no había estado en ese lugar, se retiró temprano porque había tropezado... Se tropezó (de nuevo) con un objeto cuando llegó al borde de la extinta escuela. Era una cabeza.
La cabeza de él, la del chico que le gustaba. Estaba con la lengua afuera.
Su cuerpo... No quedaba nada de eso.
El sueño continuó.
Salió, andando como en trance, a las afueras del pueblo, llevaba el cráneo en la mano izquierda. Curioso, éste no pesaba. Su brazo sí. Enterró la cabeza en una zona descampada, dijo dos líneas de una oración; sintió que se desmayaba (dentro de su sueño) y que esto no podía representar otra cosa que la muerte estando dormida. No lloró más, no suspiró. Percibió con sorprendente aplomo como todo se desvanecía a su alrededor.
Entonces sintió una picazón.
Era un mosquitorojiceleste gigante. Medía lo que un ratón, los dos colores que formaban su textura brillaban como animados por una luz interna. El bicho le picó tres veces y ella sintió un dolor agudo. Salió un poco de sangre de sus nalgas. El mosquito se aproximó de nuevo. Ella lo tomó entre sus manos y lo destrozó, el insecto quedó despanzurrado. La joven sintió de pronto necesidad de correr, lo hizo con frenesí, sin saber a dónde se dirigía. Sus manos la protegieron de un impacto, chocaron contra un muro y lo derribaron. Sintió la energía, una extraña y poderosa energía recorrer su cuerpo.
La que le trasmitió el mosquito.
Adivinó la capacidad del bicho: éste no chupaba sangre, chupaba fuerza. Al picarle le traspasó a ella su habilidad. Abrió los ojos, despertó y se dio cuenta de todo: no había sido un sueño, en verdad había caminado todo ese trecho hasta salir del pueblo. Se dejó caer nuevamente. Vomitó. Rompió a llorar una vez más.
¿Por qué a ella? ¿Por qué?
¿Es que no queda nadie más con vida?
Escuchó un sórdido lamento. Provenía del cementerio.
De lo que quedaba del cementerio pues todas las tumbas habían sido destruidas. La explosión había sido intensa en esa zona. Y el plasma utilizado en las bombas... Es como si hubieran deseado borrar esa región del mapa universal. Algunos huesos se hallaban mezclados con la tierra removida y eran visibles a simple vista. ¡Cuánto horror! Ella no entendió desde el principio la razón del ataque (no obstante, de a pocos su mente iba encontrando respuestas), tampoco sabía porque habían usado tantos tipos de bombas. Quizá ensayaron distintos instrumentos de exterminio en un solo sitio porque querían ahorrar dinero... o porque estaban apresurados en vender las armas... Armas... Si lo segundo era cierto habría otro ataque en algún lugar del mundo. Tal vez los hubo desde siempre. De algo si estaba segura: volverían. El asesino siempre vuelve a la escena del crimen. Es lo más elemental del mundo, lo había aprendido en la escuela. ¡Perros! Definitivamente tenían a la tecnología de su parte, podían ver de lejos los resultados de su maldad, empero una investigación de campo era necesaria, se aplicaba en la guerra, desde siempre. Ellos volverían... para encontrar lo que buscaban.
El aullido la hizo retornar.
El anciano no tenía piernas, se retorcía de dolor en el pasto, murmuraba algunas frases en un idioma extraño. Entonces ella recordó. Una parte de su gente —los adultos mayores— había sido quechuahablante. El viejo la miró con una furia contenida. Intentó acercarse a ella, quería tocarle aquella parte del cráneo donde faltaba un pedazo. Lo consiguió cuando ella se agachó. Le dijo en español:
«La que aletea... La que aletea en las noches... tú... tú...»
Y murió.
Ella no comprendió, no tenía alas siquiera, ¿cómo podía aletear? Enseguida un temor seco la invadió, los buitresbestia, pajarracos rojizos del tamaño de leones, vendrían pronto. Los buitres normales siempre llegan a los lugares donde hay muchos muertos. Los mutantes también llegarían. Ella lo sabía. Los gallinazosmonstruo, que tenían cuatro patas y dos cabezas, aparecerían también, descenderían a devorar las vísceras de las víctimas. La muerte llamaba a las criaturas salvajes, los cadáveres atraían a los seres carroñeros. Este ataque cobarde (no guerra) había creado una extraña raza que era cien veces más voraz y terrible que la original. Ella escapó del cementerio a toda carrera. No debía sentir miedo, se dijo. No descubría aún que ella tampoco era una especie original. Era... Era...
De pronto algo cayó de su cabeza.
La araña había muerto después de vaciar toda la tela que tenía en su ser. Había taponado el hoyo del cráneo de la joven. Se tocó la curación con la mano izquierda. Era una buena labor. Levantó también el codo derecho (sin brazo).
Junto a ella cayó el escarabajo de la sanación. La herida del abdomen había quedado sellada para siempre. No había dolor, aún así hubo llanto por un instante. Frente a sí cayó un claropalomo. Ya lo había visto antes (o quizá era otro). Lucía diferente; casi no tenía plumas, sin embargo las pocas que todavía eran visibles brillaban con una luz hermosa e incierta, ocho colores fosforescentes que de inmediato se apagaron. No entendía la razón de la muerte de aquel bello animal, mas cuando se acercó al pequeño cuerpo comprendió.
Era un pájaro de los sueños. Su poder era invitar al sonambulismo (mientras se obtenía energía) e incitar un misterioso tipo de vislumbramiento. Era una sensación que iba más allá de lo corporal. Un proceso maravilloso, mental y espiritual. La mutación había tenido efectos carentes de toda lógica, ¿y cuántos animales habían mutado? Todos... Todos...
Claro que todos. Absolutamente todos. Incluso...
No había animal que no hubiera sufrido una mutación. El 99% de la vida había perecido durante y después de las explosiones, y la fauna que había sobrevivido cambió. De alguna forma también murió. Pero había renacido.
Lo supo. Vio cosas. Con mucha claridad. Recordó.
Cuando ella trastabilló al lado de su casa el palomo le clavó las garras en el costado y le transmitió su poder. Por eso caminó dormida, viendo y asimilando muchas cosas en el trayecto. Y además pudo percibir en ese momento las fascinantes visiones que el pájaro (en su otra vida) y sus predecesores habían contemplado.
Estaba a punto de comprender la enorme dimensión del asunto.
Lo supo entonces... cuando el murciélagobuho la atacó.
Era negro, tenía plumas y colmillos. La atrapó por el cuello y le absorbió la sangre. Ella sabía lo que tenía que hacer: abrió su boca lo más que pudo (esto la sorprendió) y le mordió un ala al mutante. Luego le clavó los dientes en la cabeza y lo dejó yacer en el suelo, sangrante.
Era una tierra de criaturas fantásticas y, a la vez, de monstruos.
Y como todos los animales, hasta la más pequeña ameba, cambiaron, ella también lo había hecho.
Y ya que el hombre es el rey de la creación.
Ella era reina ahora.
Se transformó.
El pájaro hembra que revoloteaba cerca, una alondra de dos colores (ambos fulgurantes), poseía una doble naturaleza. Una, la de la vida, otra, la del sacrificio. Era hermosa y mostraba afabilidad. Se posó en las ramas de un árbol quemado a la mitad. Luego despegó en un vuelo maravilloso que tuvo su destino en el hombro derecho de ella.
Sus sentidos quedaron embotados ante el gran problema que tenía enfrente.
¡Tantos muertos! No podría enterrarlos a todos. La alondradoblenaturaleza saltó a su mano, a continuación bajó la cabeza como esperando una reacción. La muchacha supo: deseaba que la devorase. Dejó ir al ave, la cual se posó de nuevo sobre las ramas retorcidas.
Ella gritó con todas sus fuerzas. De inmediato, se despojó de sus ropas. Usó las dos manos para ello. Quedó sorprendida, su extremidad derecha asemejaba la pata de un insecto. Al instante siguiente dicho miembro estaba normal. Estaba. Se había regenerado. Entonces tocó la parte de su cabeza que faltaba antes. Notó que su cráneo se hallaba intacto. La tela curativa se estaba cayendo de a pocos. Pronto empezaría a crecer cabello ahí. La alondra voló hacia ella y le clavó sus garras en los senos. Ella se lo permitió, luego extendió los brazos. El ave se desplomó de inmediato. Cogió el cadáver del animal y lo devoró.
Escuchó a las bestias que ya se acercaban. El gallinazomonstruo de dos cabezas, el buitrebestia, el gavilántigre, varias vampiroáguilas y algunos lobohalcones, todos provenientes de la zona oscura al pie de la montaña, donde la radiación había alcanzado su cota máxima. Venían por los restos, aunque si hubiesen visto a algún humano (más o menos) vivo, no hubieran tenido reparos en eliminarlo.
Ella vivía.
Sintió que le nacían plumas. Percibió que su rostro cambiaba, un pequeño pico (semejante al de un canario) le nació en el rostro. Abrió la boca para graznar, sus ojos se rasgaron y su cabello creció un poco más de lo normal. Peloplumas ensortijadas. Sus alas, grandes y potentes, eran de dos colores fosforescentes muy vistosos: amarillo y violeta. Ella se elevó, su mano derecha adoptó la forma de tenazas con las que aplastó a las bestias que la amenazaban. La extremidad izquierda se convirtió en una especie de azadón doble como la pata seccionada de una mantis religiosa (tenía una pegada a su oído, al momento de darle su poder cayó muerta), con esta nueva arma (su brazo) cortó en dos a los enemigos.
Al mismo tiempo, absorbía las fuerzas de aquellas raras criaturas.
Y continuó así por mucho tiempo.
Hasta que...
Los bestiales chillidos fueron escuchados a los lejos por el grupo explorador.
Habían transcurrido tres días desde el bombardeo. Todavía era una zona radiactiva, sin embargo esta contrariedad no había afectado el tesoro que buscaban. Tenían que recoger el mineral que se hallaba en el centro del pueblo. Nada más. Podría haber mutantes, se los dijeron. No obstante, eran inofensivos, algún escarabajo inmune, alguna araña o mariposa.
No era del todo cierto aquello de que no había nada por qué temer. De la veintena de hombres enviados ahí para investigar y extraer el oro, sólo quedó uno (y medio). Aunque poseían armaduras especiales, no pudieron escapar del veneno del zancudoserpiente, ni pudieron huir del lanzallamas del escarabajodragón, enemigo del escarabajo sanador que horada la piel. Había además mariposascuchillo, que cortaban la carne como mantequilla y gorrionesflecha que se lanzaron contra ellos, atravesándolos y mutilándolos. Los miembros de los soldados cayeron como en un festín de angustia y miseria. Sólo uno de los expedicionarios tuvo tiempo de disparar y matar a unos cuantos mutantes. Fue cuando la vio a ella... apoyada, en posición de cuclillas, en la cruz de la iglesia destruida. Miró bien, sin poder creerlo. Una delgada niña, desnuda, con alas... que cambiaban.
Alas de pájaro.
Alas de murciélago.
Alas de insecto.
De demonio.
De hada.
De ángel.
Alas. Las mejores que pudiera haber. Estaría con ellas para siempre. Lo demás era un regalo provisional del cual podía disponer cuando quisiera. Como por ejemplo, ser reconocida como ama y señora de aquellas criaturas que le obedecían. A las cuales había enviado a una misión específica mientras se daba el gusto de observar el desarrollo de sus planes. Experimentaba una sensación godible, que quizá no le brindaba paz total, pero sí la bañaba en un refrescante manantial de tranquilidad. Debía planificar pronto una acción futura contra aquellos que merecían ser castigados.
Lo conseguiría.
La decisión estaba tomada, sus ojos brillaron con un fulgor extraordinario, sus alas de pájaro resplandecieron también con ocho tonalidades distintas.
El líder del escuadrón supo que ella era lo que verdaderamente buscaban, supo que debía matarla y llevarla. No viva, debía morir, no importaba lo que sus jefes opinaran. Ellos no estaban ahí y la decisión era suya. Disparó. Vació toda la carga de su metralleta; la chica dio una vuelta en el aire y las balas rebotaron. Había convertido sus alas (que se unieron) en una cápsula tan dura como el acero. Con la forma de un caparazón de tortuga. Se acercó, fría, al recio y robusto sujeto, quien estaba aterrado e inmóvil. Ella lo levantó en alto, volando (velocidad + levitación), lo sujetó con fuerza, le empujó hacia atrás la cabeza y comió de él... Ahora conocería sus secretos, sabría como actuar (atacar) de ahí en adelante.
Las moscaspiraña transparentes se daban un festín con los restos de los soldados derrotados. Sólo quedaba uno, al cual le faltaba un brazo y una pierna, era el más joven del grupo, unos veinte años quizá. Se doblaba de dolor en el suelo, sus gritos eran ensordecedores. Ella tuvo compasión de él y le puso dos escarabajos de la curación en los muñones sangrantes. Se acercó con solemnidad y lo besó... largamente. Puso su lengua en la de él, quien dejó de lado el dolor para contemplar esa belleza mutante, tibia y salvaje. Él se curó. Su pierna, en el lapso de un día, creció de nuevo. El brazo tardaría un poco más. Eventualmente el escarabajo caería muerto, haciendo que le creciera una extremidad nueva. Eso era lo esperado. Ella le ordenó que volviera con sus jefes y les dijera que muy pronto morirían. Nada más.
Lo dejó ir.
El joven soldado abandonó su armadura en el suelo y, cojeando, llegó a su transporte, ubicado muy cerca de allí. Se sentía extasiado por lo que había visto y experimentado, aunque al mismo tiempo, inseguro y dolorido. La que aletea extendió sus alas y voló hacia el cielo, cubierta de una pena inmensa por lo que había hecho. Abrió la boca y soltó un ácarogranada muerto. Había adquirido dos bajo la cruz de la iglesia. Se había quedado con uno para lograr el enlace mental. El otro se lo había llevado él sin saberlo. Con uno era suficiente. El expedicionario no podría concebirlo ni en sus sueños más locos, acarreaba en su cuerpo una criatura que cargaba en su seno cientos de huevos. Estallaría en unos días. Sería en el momento en que lo revisaran, o cuando lo mataran, o cuando la mirada de él se conectase con la de ella. El hombre fuerte, que había sido sargento, no sabía dónde estaba la base principal, aunque sí conocía un puesto armado en las afueras de la capital. Por lo tanto, cuando la joven comió del soldado obtuvo una información limitada. Sabe lo que pasará. A dónde irá el hombre. Que cuando llegue ahí será bombardeado con preguntas. Que no creerán su fantástica historia. Que será llevado a un lugar especial donde lo limpiarán para dejarlo exento de toda contaminación. Que ese sitio se ubica en la base central, y que ahí, ahí aquel desgraciado volará junto a todos en mil pedazos. Y junto a todo lo que tenga a su alrededor. Así será.
Cada vez La que aletea aprendía más acerca de los secretos de la naturaleza. Eso la reconfortaba.
Una enredadera intentó asirla, ella rugió como una esfinge y logró que la gigantesca planta huyera. Se le ocurrió que podría reunir varias enredaderas para hacerlas crecer con velocidad y así ordenarles eliminar a cuanto soldado apareciese por el lado norte. Siempre llegaban por el norte. Sus alas crecieron un poco más y, desnuda como estaba, las batió, volando en dirección al Sol, el cual iba desapareciendo con una soberana y melancólica lentitud.
Ella no tenía nombre. Pero sabía quién era. Era todos los seres que la rodeaban. Había cambiado, todo había cambiado. Ella había nacido de la explosión de mil sustancias. Era una sobreviviente, estaba llena de odio por lo que le hicieron. Ya no se hacía la eterna pregunta: ¿por qué?. Desde ahora se preguntaría: ¿cómo? Debía encontrar la manera de combatir y vencer. Sabía que un tiempo de guerra le esperaba, mas no tenía miedo, se vengaría, tenía la capacidad, los medios, el coraje necesario.
¿Cómo se había podido dar este cambio en su ser? ¿En qué consistió el secreto del mismo? ¿Cómo se adaptó tan rápido? ¿Por qué aquellos hombres malignos no lo previeron?
Estas eran preguntas que no se formulaba.
Antes era romántica pura, tierna, soñadora. Ahora permanecía igual, aunque solo en sus recuerdos. Había nacido de nuevo; sus sentimientos hoy se inclinaban hacia otra cosa: buscar justicia, la suya propia. Sus emociones, que antes estaban dispersas, se iban aglomerando en su mente, en búsqueda de un meditado plan de venganza. Estas mismas emociones fueron las que la llevaron volando a la deriva en busca de algo concreto mientras la oscuridad se cernía sobre un día trémulo que poco a poco se iba extinguiendo. Un día más de tristeza y desolación.
Al anochecer, descendió. Pisando un suelo agrio con sus pies de mujer que ansiaban convertirse en garras. Desenterró una cabeza. Estaba cubierta de gusanos de luz, los cuales clareaban la noche con destellos polícromos, líneas de múltiples añoranzas. Ella clavó sus zarpas delanteras en la cabeza muerta que una vez fue quinceañera, feliz, amante, en definitiva amada. Supo algo chocante, algo que esperaba encontrar, aunque no en esa forzada situación, imbuida en un laberinto de muerte y olvido. El secreto era éste: él la había amado, mucho, demasiado, quizá más de lo que ella lo amó.
Lloró.
Lágrimas humanas de verdad, a pesar de que ya no era mujer. Eran sus últimas lágrimas.
Enterró la cabeza de nuevo y entonó una canción.
Su cuerpo se encogió a la luz de la Luna. Sus mejillas se llenaron de pequeñas plumas, tan duras como las escamas de una gorgona. Mantuvo sus alas firmes, las cuales se empequeñecieron hasta el tamaño de las de un halcón. Emergieron garras naranja, su pico se estiró, sus ojos se mantuvieron pardos y rasgados con una mirada llena de furia y sagacidad. Tenía plumas hechas de pelo. Tenía pelos en forma de pluma. Su cráneo poseía un cuerno rectilíneo en forma de sable.
Una especie única.
Era un águila espada, la mejor de su raza.
Eso le permitiría pasar desapercibida cuando hiciera su largo viaje hacia la concreción de su inevitable venganza. Se elevó por los aires y surcó el firmamento, inmersa en una noche de angustia.
Millones de animales la siguieron por el cielo y por la tierra, incluso por el río. Ella se deslizaba con fuerza, con determinación, no obstante, a pesar de su empecinamiento y rudeza, el suyo era un suave aleteo, muy tenue, grácil y seguro.
Debía ser suave, casi imperceptible. Desapareció en el aire de inmediato y no se le oyó más. Experimentaba la eternidad del crepúsculo, la aplicación de sus nuevos poderes.
Por ejemplo, sintió que nadie la podía ver de momento, mas ella podía observarlo todo con su aguda visión, como si fuera de día.
Sintió que era fuerte, veloz, inalcanzable.
Que podía aparecer y desaparecer como por ensalmo, y que podía atravesar las cosas si tan solo lo deseaba.
Y en realidad era así.
Era un pájaro fantasma.
Lima, febrero de 2003