viernes, 30 de septiembre de 2011

CON UN SUAVE ALETEO

Carlos Enrique Saldivar



«Las alas
se aproximan
abiertas
vuelan
alrededor del Sol».

—Ana Vera Palomino («Dos ausencias»).



Ella no tenía nombre. Lo perdió cuando le volaron aquella parte de la cabeza.
Nunca supo cómo se curó. Quizá fueron los insectos. A lo mejor alguna araña tejió una gasa de compasión sobre su cráneo, en el hemisferio izquierdo, haciendo que ella pudiera levantarse para así contemplar con horror lo que había quedado de su pueblo.
Y en ese instante hubiera preferido morir.
¡Dios, Dios, Dios!

Un sombríocuervo aleteó.

A lo lejos vio una clarapaloma aletear también. Era una especie nueva, casi no tenía plumas, no obstante las pocas que poseía brillaban de una manera extraordinaria. Las nuevas especies mutadas por la contaminación no eran grotescas, eran más dóciles y resistentes que las anteriores, por eso aún se podía ver insectos bajo las piedras. Definitivamente perros y gatos ya no, solo unas cuantas cerdorratas corriendo bajo las casas. Se las podía oír royendo los cadáveres.
Y qué decir de los insectos, de las hormigas naranja del tamaño de un cangrejo, o de las moscas transparentes que venían a devorar los restos. Necesitaban comer y reproducirse.
Todo ser en el mundo necesita consumir, estos animales consumían la muerte.
Los hombres también ingerían la muerte.
Los hombres eran insectos.
Ella no recordaba muchas cosas. Sabía que había tenido una familia. Eso era todo. Encontró un robot de juguete hecho trizas y supo que había tenido un hermano de seis años que alguna vez jugó con un artefacto del mismo modelo. Y que, alguna vez, entre saltos y empujones, también jugó con ella en el parque.

Cayó de rodillas y lloró.

Sintió un dolor agudo en un rincón de su vientre que de inmediato se extinguió.
Decidió ignorar el sufrimiento. Retornar rápidamente a la realidad.
Sus sentidos parecían hallarse ilesos. Encontró una foto quemada a medias. Vio su imagen abrazando a las gemelas.
Ya no las abrazaría más.
Supo que había tenido una familia numerosa, feliz. Se dio cuenta de que ya no la tenía.
Supo que muy pronto su ser entero —o al menos una parte de éste— moriría también.
Pero no lograba entender por qué estaba viva.
Sus ropas estaban desgarradas. Sintió su cuerpo pesado, como si sus extremidades estuvieran hechas de acero. Su vestimenta estaba muy sucia, manchada con sangre. Intentó tocarse con su mano derecha... No pudo hacerlo. Hasta el momento había tanteado su opaca realidad con la izquierda. Ella era zurda. Cuando quiso apoyarse en el suelo con la palma derecha, no sintió cosa alguna, con la diestra no podía tocar nada. Cayó al suelo de lado.
No tenía brazo...
Sólo un muñón ensangrentado a la altura del codo.
Gritó. Le dolía.
El sufrimiento vino a su mente, justo al centro de su cerebro. De pronto, un insecto muy extraño se trepó a su hueso quebrado y se adhirió al borde. Algo extraño ocurrió. El pequeño bicho llenó con su ser las venas inflamadas, esto hizo que a ella le atormentara más la horrible laceración. Pero en dos segundos el dolor cesó.
El insecto se restregó en aquel hoyo rojo y sanguinolento, e hizo ahí su guarida. Aquella especie no pondría huevos aún. Estaba ahí por otro motivo. Su cuerpo destilaba un anestésico muy poderoso. La hemorragia cesó. Volvió a doler. Mantuvo al insecto ahí dentro, su presencia le proveía de un placer misterioso. De momento, no sintió ganas de alejar a aquel bicho. Tuvo una suerte de presentimientos. Súbitamente supo que debía deshacerse del animal antes de tres días cuando le llegara la hora de echar huevos. Por lo pronto, la criatura vertía una especie de sustancia química que nunca pudieron identificar los que la crearon en un laboratorio militar seis años atrás. Aquel líquido milagroso era utilizado por algunos soldados durante La Guerra del Cese. Cazaban con ahínco a ese insecto. Uno solo era capaz de quitar el sufrimiento a un soldado y de regenerar una pequeña porción de sus tejidos. No obstante, el insecto en cuestión era muy escaso. Los científicos desecharon el experimento pues nunca produjo resultados cuando estuvo bajo su control. Sin embargo, la especie sobrevivió y sus cualidades especiales se manifestaron en sus descendientes. La gente del pueblo lo llamaba Capuchimax Ajentus, el insecto de la curación, un escarabajo naranja y redondo. El fenómeno radiactivo que lo originó fue el mismo que había creado hace doce horas a los nuevos arácnidos.
Ella sintió la araña sobre su cabeza y supo que estaba tejiendo una tela curativa sobre una herida que, hacía dos minutos, se estaba abriendo de nuevo.
Se hallaba semidesnuda, su vestido de colegio, con el que asistía a la escuela del pueblo, donde cursaba la secundaria, estaba hecho jirones. Poco a poco se fue deshaciendo hasta dejarla indefensa. Se sintió débil, ni los músculos de sus piernas, ni el resto de su cuerpo le ayudaban a mantenerse en pie. Era muy delgada, de estatura baja y contextura esmirriada, aunque no por eso carecía del atractivo de una juventud floreciente. Tan solo había visto quince mayos y los había gozado de un modo solemne (aunque intenso). Sus cabellos lacios, castaño claro, se habían despegado, en su mayoría, de su pequeña cabeza, partiendo hacia lugares ignotos. Ella lo sabía, de alguna inexplicable manera, sabía como se veía. No aguantó más y se dejó caer en el suelo, sobre un montículo de arena.
Deseaba morir pronto.

Durante su inesperado descanso experimentó un breve sueño: había tenido una pelea con sus padres porque conoció a un chico «muy agradable», decía ella. «Todos los demás son unos tontos, pero él es de verdad agradable». Le había dicho que lo amaba el primer día que lo conoció y él no pudo tomarla en serio. Eso la tenía desconcertada, sin embargo mantuvo muy en alto sus expectativas románticas. Su madre no quería que lo volviera a ver. Su padre no tenía tiempo para opinar sobre aquel tema, debía cosechar las siembras para que él y ambas mujeres pudieran comer en los días próximos. Ella se sentía feliz y, a ratos, triste. ¿Qué sabía su madre de sus sentimientos? No estaba en la cabeza de su hija. Era su primer gran amor y, en aquel pueblo alejado de la frialdad y malicia humana, muchas veces el primer amor era el único. Estaba convencida de que él la quería, si no hubiera sido así no le hubiese propuesto que se vieran en la colina aquella tarde.
Aquí dejó de ser un sueño para tornarse en esa maldita subclase del mismo llamada pesadilla.
Hubo un estallido, de inmediato otro, y otro. Resplandores de todos los colores iluminaron el cielo. Eran las bombas: contaminantes, congelantes, de fuego, de plasma. La gente ardió en vida. Ella los vio, hombres, mujeres y niños. Corrió despavorida hacia su casa, pensando ingenuamente que allí encontraría protección, no obstante antes de llegar su residencia se hizo añicos. De súbito, sintió en las pequeñas latitudes de su cuerpo un calor muy intenso y un dolor increíble en el vientre. Ella lo supo todo. La bomba que cayó sobre su ser era un experimento de ellos: Los barredores de la esfera maestra, los que dirigían al país, los que ingresaron por la fuerza luego de derrocar al Presidente y de desollarlo en público, argumentando que su incapacidad para enfrentar La guerra del cese había llevado al país a la ruina. Quedaban pocos lugares que mantenían sus virtudes intactas, su pueblo, Coyllur, era uno de estos. Ellos, los dirigentes, desconfiaban de aquel poblado, no veían con buenos ojos la manera en cómo este respetable lugar se desenvolvía. Pidieron muchachos para la guerra y el alcalde aceptó cederles a toda la juventud masculina de la zona. Muy pocos de ellos volvieron. Luego empezaron a solicitar adolescentes y niños para reclutarlos con el fin de enviarlos a una muerte segura. Además exigieron mujeres, sobre todo jóvenes y bonitas, para satisfacer al ejército que hacía sus prácticas en el pueblo adyacente. A estas dos A estos dos últimos pedidos los habitantes se negaron. Hubo amenazas, hubo atentados, no hubo masacre alguna de momento, aunque ellos avisaron que tomarían Coyllur por asalto uno de estos días y convertirían en soldado a cada hombre, mujer o niño que encontraran. El alcalde no quiso escuchar las amenazas, hablaba muy bien frente a su gente, los convencía de que todo mal terminaría, que estábamos ganando la guerra y que las cosas se solucionarían pronto. Nada más lejos de la verdad. El pueblo no quiso aceptar la postura de Los barredores de la esfera maestra. Decidieron formar una ofensiva contra esos militares agresivos. Hacía una semana habían atrapado a uno en las afueras de la comunidad, estaba violando a una niña de doce años. Le reventaron los testículos a golpes y lo dejaron vivir para que contara lo que les ocurría a los malhechores que se aprovechaban de ellos. Fue un error lastimar a ese hijo del sistema. El líder de los barredores había implantado recientemente una nueva política. Si no mueren en la guerra que mueran en pos de los objetivos de la misma. Ese fue el fin de Coyllur. Los de la esfera maestra necesitaban un territorio habitado para probar una nueva arma. Ya lo habían intentado antes con interesantes resultados para ellos y, nefasto para las víctimas. Esta vez deseaban utilizar un armatoste especial: una mezcla de varios instrumentos de ataque. Dichas pruebas, sin permiso de nadie, se habían extendido por todo el mundo. La gran potencia del norte de América las había aplicado, también se había hecho en Europa y Asia. ¿Cabría aquí aclarar que estas agresiones fueron las que causaron la Gran Guerra? Todo había comenzado con un ataque de Estados Unidos contra un pequeño país de áfrica. Luego los objetivos fueron los pequeños países latinoamericanos que no querían apoyar aquella calamitosa campaña. Por supuesto, había grandes potencias en el mundo que luchaban por terminar de una vez con la amenaza bacteriológica y demás. Pero casi siempre los que solo se defendían eran exterminados. Los que habían hecho algún tipo de reclamo alguna vez en Perú estaban muertos. Aquel que alguna vez opinó en contra del gobierno también había sido eliminado y no quedaban rastros de él sobre la faz de la Tierra. El único lugar que creaba problemas aún era Coyllur, sin embargo eso terminó pronto. Era una época oscura, de locura y destrucción, un maldito fenómeno humano que nació cuando alguien descubrió la manera de utilizar todos los tipos de bombas como una sola y algún otro encontró el modo de mezclar ciertos tipos de agentes biológicos y químicos dentro de esta bomba universal. La enorme esfera que intimidaba y asesinaba sin dudarlo era ahora dueña del país. Totalmente. Dichas mentes retorcidas habían formado un estado que, si bien, podría soportar unos años más los embates de la guerra, no tenía un pueblo librepensador, digno y valiente.  Poco a poco los habitantes del país se integraron a este maligno conglomerado de fuerzas que solo deseaban dominar el sur de América, adueñándose de  las vidas, mentes y, en la medida de lo posible, de las almas de sus gobernados.

Ella lo supo todo en ese momento, pero, ¿cómo?
No tenía por qué saberlo, era una niña. Nada le quedaba en el mundo. ¿Qué podía saber ella de intereses políticos, del abuso de los gobiernos, del dominio mundial? ¿Qué sabía ella de experimentos genéticos, de bombas nucleares, de las hipócritas promesas de los dominadores del Perú o de las constantes manipulaciones de los barredores del infame país del norte? Del dolor. De la muerte misma.
Sabía mucho.
De sí misma. De aquella gente que una vez vivió en paz en este poblado ahora muerto, ya barrido de la faz del mundo.
Soñó que caminaba sobre una gran pila de cadáveres, sobre edificios destrozados, por encima de la escuela hecha añicos, donde solo quedaba aprender sobre la muerte. La profesora, que había sido como una segunda madre para ella, estaba partida en dos, abrazada a una chiquilla de cabello corto que tenía los intestinos derramados sobre su falda blanca. Sintió asco. Pero no vomitó. Aún no. Siguió caminando, vio la ruta hacia el centro del colegio cubierta de restos de alumnos pequeños. Más adelante estaba el espacio de secundaria, a un costado se ubicaba la sala de costura; había alumnas allí, sus compañeras, todas despedazadas. Ella no había estado en ese lugar, se retiró temprano porque había tropezado... Se tropezó (de nuevo) con un objeto cuando llegó al borde de la extinta escuela. Era una cabeza.
La cabeza de él, la del chico que le gustaba. Estaba con la lengua afuera.
Su cuerpo... No quedaba nada de eso.
El sueño continuó.
Salió, andando como en trance, a las afueras del pueblo, llevaba el cráneo en la mano izquierda. Curioso, éste no pesaba. Su brazo sí. Enterró la cabeza en una zona descampada, dijo dos líneas de una oración; sintió que se desmayaba (dentro de su sueño) y que esto no podía representar otra cosa que la muerte estando dormida. No lloró más, no suspiró. Percibió con sorprendente aplomo como todo se desvanecía a su alrededor.

Entonces sintió una picazón.

Era un mosquitorojiceleste gigante. Medía lo que un ratón, los dos colores que formaban su textura brillaban como animados por una luz interna. El bicho le picó tres veces y ella sintió un dolor agudo. Salió un poco de sangre de sus nalgas. El mosquito se aproximó de nuevo. Ella lo tomó entre sus manos y lo destrozó, el insecto quedó despanzurrado. La joven sintió de pronto necesidad de correr, lo hizo con frenesí, sin saber a dónde se dirigía. Sus manos la protegieron de un impacto, chocaron contra un muro y lo derribaron. Sintió la energía, una extraña y poderosa energía recorrer su cuerpo.
La que le trasmitió el mosquito.
Adivinó la capacidad del bicho: éste no chupaba sangre, chupaba fuerza. Al picarle le traspasó a ella su habilidad. Abrió los ojos, despertó y se dio cuenta de todo: no había sido un sueño, en verdad había caminado todo ese trecho hasta salir del pueblo. Se dejó caer nuevamente. Vomitó. Rompió a llorar una vez más.
¿Por qué a ella? ¿Por qué?
¿Es que no queda nadie más con vida?
Escuchó un sórdido lamento. Provenía del cementerio.
De lo que quedaba del cementerio pues todas las tumbas habían sido destruidas. La explosión había sido intensa en esa zona. Y el plasma utilizado en las bombas... Es como si hubieran deseado borrar esa región del mapa universal. Algunos huesos se hallaban mezclados con la tierra removida y eran visibles a simple vista. ¡Cuánto horror! Ella no entendió desde el principio la razón del ataque (no obstante, de a pocos su mente iba encontrando respuestas), tampoco sabía porque habían usado tantos tipos de bombas. Quizá ensayaron distintos instrumentos de exterminio en un solo sitio porque querían ahorrar dinero... o porque estaban apresurados en vender las armas... Armas... Si lo segundo era cierto habría otro ataque en algún lugar del mundo. Tal vez los hubo desde siempre. De algo si estaba segura: volverían. El asesino siempre vuelve a la escena del crimen. Es lo más elemental del mundo, lo había aprendido en la escuela. ¡Perros! Definitivamente tenían a la tecnología de su parte, podían ver de lejos los resultados de su maldad, empero una investigación de campo era necesaria, se aplicaba en la guerra, desde siempre. Ellos volverían... para encontrar lo que buscaban.
El aullido la hizo retornar.
El anciano no tenía piernas, se retorcía de dolor en el pasto, murmuraba algunas frases en un idioma extraño. Entonces ella recordó. Una parte de su gente —los adultos mayores— había sido quechuahablante. El viejo la miró con una furia contenida. Intentó acercarse a ella, quería tocarle aquella parte del cráneo donde faltaba un pedazo. Lo consiguió cuando ella se agachó. Le dijo en español:
«La que aletea... La que aletea en las noches... tú... tú...»
Y murió.
Ella no comprendió, no tenía alas siquiera, ¿cómo podía aletear? Enseguida un temor seco la invadió, los buitresbestia, pajarracos rojizos del tamaño de leones, vendrían pronto. Los buitres normales siempre llegan a los lugares donde hay muchos muertos. Los mutantes también llegarían. Ella lo sabía. Los gallinazosmonstruo, que tenían cuatro patas y dos cabezas, aparecerían también, descenderían a devorar las vísceras de las víctimas. La muerte llamaba a las criaturas salvajes, los cadáveres atraían a los seres carroñeros. Este ataque cobarde (no guerra) había creado una extraña raza que era cien veces más voraz y terrible que la original. Ella escapó del cementerio a toda carrera. No debía sentir miedo, se dijo. No descubría aún que ella tampoco era una especie original. Era... Era...
De pronto algo cayó de su cabeza.

La araña había muerto después de vaciar toda la tela que tenía en su ser. Había taponado el hoyo del cráneo de la joven. Se tocó la curación con la mano izquierda. Era una buena labor. Levantó también el codo derecho (sin brazo).
Junto a ella cayó el escarabajo de la sanación. La herida del abdomen había quedado sellada para siempre. No había dolor, aún así hubo llanto por un instante. Frente a sí cayó un claropalomo. Ya lo había visto antes (o quizá era otro). Lucía diferente; casi no tenía plumas, sin embargo las pocas que todavía eran visibles brillaban con una luz hermosa e incierta, ocho colores fosforescentes que de inmediato se apagaron. No entendía la razón de la muerte de aquel bello animal, mas cuando se acercó al pequeño cuerpo comprendió.
Era un pájaro de los sueños. Su poder era invitar al sonambulismo (mientras se obtenía energía) e incitar un misterioso tipo de vislumbramiento. Era una sensación que iba más allá de lo corporal. Un proceso maravilloso, mental y espiritual. La mutación había tenido efectos carentes de toda lógica, ¿y cuántos animales habían mutado? Todos... Todos...
Claro que todos. Absolutamente todos. Incluso...
No había animal que no hubiera sufrido una mutación. El 99% de la vida había perecido durante y después de las explosiones, y la fauna que había sobrevivido cambió. De alguna forma también murió. Pero había renacido.
Lo supo. Vio cosas. Con mucha claridad. Recordó.
Cuando ella trastabilló al lado de su casa el palomo le clavó las garras en el costado y le transmitió su poder. Por eso caminó dormida, viendo y asimilando muchas cosas en el trayecto. Y además pudo percibir en ese momento las fascinantes visiones que el pájaro (en su otra vida) y sus predecesores habían contemplado.
Estaba a punto de comprender la enorme dimensión del asunto.
Lo supo entonces... cuando el murciélagobuho la atacó.
Era negro, tenía plumas y colmillos. La atrapó por el cuello y le absorbió la sangre. Ella sabía lo que tenía que hacer: abrió su boca lo más que pudo (esto la sorprendió) y le mordió un ala al mutante. Luego le clavó los dientes en la cabeza y lo dejó yacer en el suelo, sangrante.
Era una tierra de criaturas fantásticas y, a la vez, de monstruos.
Y como todos los animales, hasta la más pequeña ameba, cambiaron, ella también lo había hecho.
Y  ya que el hombre es el rey de la creación.
Ella era reina ahora.

Se transformó.

El pájaro hembra que revoloteaba cerca, una alondra de dos colores (ambos fulgurantes), poseía una doble naturaleza. Una, la de la vida, otra, la del sacrificio. Era hermosa y mostraba afabilidad. Se posó en las ramas de un árbol quemado a la mitad. Luego despegó en un vuelo maravilloso que tuvo su destino en el hombro derecho de ella.
Sus sentidos quedaron embotados ante el gran problema que tenía enfrente.
¡Tantos muertos! No podría enterrarlos a todos. La alondradoblenaturaleza saltó a su mano, a continuación bajó la cabeza como esperando una reacción. La muchacha supo: deseaba que la devorase. Dejó ir al ave, la cual se posó de nuevo sobre las ramas retorcidas.
Ella gritó con todas sus fuerzas. De inmediato, se despojó de sus ropas. Usó las dos manos para ello. Quedó sorprendida, su extremidad derecha asemejaba la pata de un insecto. Al instante siguiente dicho miembro estaba normal. Estaba. Se había regenerado. Entonces tocó la parte de su cabeza que faltaba antes. Notó que su cráneo se hallaba intacto. La tela curativa se estaba cayendo de a pocos. Pronto empezaría a crecer cabello ahí. La alondra voló hacia ella y le clavó sus garras en los senos. Ella se lo permitió, luego extendió los brazos. El ave se desplomó de inmediato. Cogió el cadáver del animal y lo devoró.
Escuchó a las bestias que ya se acercaban. El gallinazomonstruo de dos cabezas, el buitrebestia, el gavilántigre, varias vampiroáguilas y algunos lobohalcones, todos provenientes de la zona oscura al pie de la montaña, donde la radiación había alcanzado su cota máxima. Venían por los restos, aunque si hubiesen visto a algún humano (más o menos) vivo, no hubieran tenido reparos en eliminarlo.
Ella vivía.
Sintió que le nacían plumas. Percibió que su rostro cambiaba, un pequeño pico (semejante al de un canario) le nació en el rostro. Abrió la boca para graznar, sus ojos se rasgaron y su cabello creció un poco más de lo normal. Peloplumas ensortijadas. Sus alas, grandes y potentes, eran de dos colores fosforescentes muy vistosos: amarillo y violeta. Ella se elevó, su mano derecha adoptó la forma de tenazas con las que aplastó a las bestias que la amenazaban. La extremidad izquierda se convirtió en una especie de azadón doble como la pata seccionada de una mantis religiosa (tenía una pegada a su oído, al momento de darle su poder cayó muerta), con esta nueva arma (su brazo) cortó en dos a los enemigos.
Al mismo tiempo, absorbía las fuerzas de aquellas raras criaturas.
Y continuó así por mucho tiempo.
Hasta que...

Los bestiales chillidos fueron escuchados a los lejos por el grupo explorador.
Habían transcurrido tres días desde el bombardeo. Todavía era una zona radiactiva, sin embargo esta contrariedad no había afectado el tesoro que buscaban. Tenían que recoger el mineral que se hallaba en el centro del pueblo. Nada más. Podría haber mutantes, se los dijeron. No obstante, eran inofensivos, algún escarabajo inmune, alguna araña o mariposa.
No era del todo cierto aquello de que no había nada por qué temer. De la veintena de hombres enviados ahí para investigar y extraer el oro, sólo quedó uno (y medio). Aunque poseían armaduras especiales, no pudieron escapar del veneno del zancudoserpiente, ni pudieron huir del lanzallamas del escarabajodragón, enemigo del escarabajo sanador que horada la piel. Había además mariposascuchillo, que cortaban la carne como mantequilla y gorrionesflecha que se lanzaron contra ellos, atravesándolos y mutilándolos. Los miembros de los soldados cayeron como en un festín de angustia y miseria. Sólo uno de los expedicionarios tuvo tiempo de disparar y matar a unos cuantos mutantes. Fue cuando la vio a ella... apoyada, en posición de cuclillas, en la cruz de la iglesia destruida. Miró bien, sin poder creerlo. Una delgada niña, desnuda, con alas... que cambiaban.
Alas de pájaro.
Alas de murciélago.
Alas de insecto.
De demonio.
De hada.
De ángel.
Alas. Las mejores que pudiera haber. Estaría con ellas para siempre. Lo demás era un regalo provisional del cual podía disponer cuando quisiera. Como por ejemplo, ser reconocida como ama y señora de aquellas criaturas que le obedecían. A las cuales había enviado a una misión específica mientras se daba el gusto de observar el desarrollo de sus planes. Experimentaba una sensación godible, que quizá no le brindaba paz total, pero sí la bañaba en un refrescante manantial de tranquilidad. Debía planificar pronto una acción futura contra aquellos que merecían ser castigados.
Lo conseguiría.
La decisión estaba tomada, sus ojos brillaron con un fulgor extraordinario, sus alas de pájaro resplandecieron también con ocho tonalidades distintas.
El líder del escuadrón supo que ella era lo que verdaderamente buscaban, supo que debía matarla y llevarla. No viva, debía morir, no importaba lo que sus jefes opinaran. Ellos no estaban ahí y la decisión era suya. Disparó. Vació toda la carga de su metralleta; la chica dio una vuelta en el aire y las balas rebotaron. Había convertido sus alas (que se unieron) en una cápsula tan dura como el acero. Con la forma de un caparazón de tortuga. Se acercó, fría, al recio y robusto sujeto, quien estaba aterrado e inmóvil. Ella lo levantó en alto, volando (velocidad + levitación), lo sujetó con fuerza, le empujó hacia atrás la cabeza y comió de él... Ahora conocería sus secretos, sabría como actuar (atacar) de ahí en adelante.
Las moscaspiraña transparentes se daban un festín con los restos de los soldados derrotados. Sólo quedaba uno, al cual le faltaba un brazo y una pierna, era el más joven del grupo, unos veinte años quizá. Se doblaba de dolor en el suelo, sus gritos eran ensordecedores. Ella tuvo compasión de él y le puso dos escarabajos de la curación en los muñones sangrantes. Se acercó con solemnidad y lo besó... largamente. Puso su lengua en la de él, quien dejó de lado el dolor para contemplar esa belleza mutante, tibia y salvaje. Él se curó. Su pierna, en el lapso de un día, creció de nuevo. El brazo tardaría un poco más. Eventualmente el escarabajo caería muerto, haciendo que le creciera una extremidad nueva. Eso era lo esperado. Ella le ordenó que volviera con sus jefes y les dijera que muy pronto morirían. Nada más.
Lo dejó ir.
El joven soldado abandonó su armadura en el suelo y, cojeando, llegó a su transporte, ubicado muy cerca de allí. Se sentía extasiado por lo que había visto y experimentado, aunque al mismo tiempo, inseguro y dolorido. La que aletea extendió sus alas y voló hacia el cielo, cubierta de una pena inmensa por lo que había hecho. Abrió la boca y soltó un ácarogranada muerto. Había adquirido dos bajo la cruz de la iglesia. Se había quedado con uno para lograr el enlace mental. El otro se lo había llevado él sin saberlo. Con uno era suficiente. El expedicionario no podría concebirlo ni en sus sueños más locos, acarreaba en su cuerpo una criatura que cargaba en su seno cientos de huevos. Estallaría en unos días. Sería en el momento en que lo revisaran, o cuando lo mataran, o cuando la mirada de él se conectase con la de ella. El hombre fuerte, que había sido sargento, no sabía dónde estaba la base principal, aunque sí conocía un puesto armado en las afueras de la capital. Por lo tanto, cuando la joven comió del soldado obtuvo una información limitada. Sabe lo que pasará. A dónde irá el hombre. Que cuando llegue ahí será bombardeado con preguntas. Que no creerán su fantástica historia. Que será llevado a un lugar especial donde lo limpiarán para dejarlo exento de toda contaminación. Que ese sitio se ubica en la base central, y que ahí, ahí aquel desgraciado volará junto a todos en mil pedazos. Y junto a todo lo que tenga a su alrededor. Así será.

Cada vez La que aletea aprendía más acerca de los secretos de la naturaleza. Eso la reconfortaba.
Una enredadera intentó asirla, ella rugió como una esfinge y logró que la gigantesca planta huyera. Se le ocurrió que podría reunir varias enredaderas para hacerlas crecer con velocidad y así ordenarles eliminar a cuanto soldado apareciese por el lado norte. Siempre llegaban por el norte. Sus alas crecieron un poco más y, desnuda como estaba, las batió, volando en dirección al Sol, el cual iba desapareciendo con una soberana y melancólica lentitud.
Ella no tenía nombre. Pero sabía quién era. Era todos los seres que la rodeaban. Había cambiado, todo había cambiado. Ella había nacido de la explosión de mil sustancias. Era una sobreviviente, estaba llena de odio por lo que le hicieron. Ya no se hacía la eterna pregunta: ¿por qué?. Desde ahora se preguntaría: ¿cómo? Debía encontrar la manera de combatir y vencer. Sabía que un tiempo de guerra le esperaba, mas no tenía miedo, se vengaría, tenía la capacidad, los medios, el coraje necesario.
¿Cómo se había podido dar este cambio en su ser? ¿En qué consistió el secreto del mismo? ¿Cómo se adaptó tan rápido? ¿Por qué aquellos hombres malignos no lo previeron?
Estas eran preguntas que no se formulaba.
Antes era romántica pura, tierna, soñadora. Ahora permanecía igual, aunque solo en sus recuerdos. Había nacido de nuevo; sus sentimientos hoy se inclinaban hacia otra cosa: buscar justicia, la suya propia. Sus emociones, que antes estaban dispersas, se iban aglomerando en su mente, en búsqueda de un meditado plan de venganza. Estas mismas emociones fueron las que la llevaron volando a la deriva en busca de algo concreto mientras la oscuridad se cernía sobre un día trémulo que poco a poco se iba extinguiendo. Un día más de tristeza y desolación.

Al anochecer, descendió. Pisando un suelo agrio con sus pies de mujer que ansiaban convertirse en garras.  Desenterró una cabeza. Estaba cubierta de gusanos de luz, los cuales clareaban la noche con destellos polícromos, líneas de múltiples añoranzas. Ella clavó sus zarpas delanteras en la cabeza muerta que una vez fue quinceañera, feliz, amante, en definitiva amada. Supo algo chocante, algo que esperaba encontrar, aunque no en esa forzada situación, imbuida en un laberinto de muerte y olvido. El secreto era éste: él la había amado, mucho, demasiado, quizá más de lo que ella lo amó.
Lloró.
Lágrimas humanas de verdad, a pesar de que ya no era mujer. Eran sus últimas lágrimas.
Enterró la cabeza de nuevo y entonó una canción.

Su cuerpo se encogió a la luz de la Luna. Sus mejillas se llenaron de pequeñas plumas, tan duras como las escamas de una gorgona. Mantuvo sus alas firmes, las cuales se empequeñecieron hasta el tamaño de las de un halcón. Emergieron garras naranja, su pico se estiró, sus ojos se mantuvieron pardos y rasgados con una mirada llena de furia y sagacidad. Tenía plumas hechas de pelo. Tenía pelos en forma de pluma. Su cráneo poseía un cuerno rectilíneo en forma de sable.
Una especie única.
Era un águila espada, la mejor de su raza.
Eso le permitiría pasar desapercibida cuando hiciera su largo viaje hacia la concreción de su inevitable venganza. Se elevó por los aires y surcó el firmamento, inmersa en una noche de angustia.
Millones de animales la siguieron por el cielo y por la tierra, incluso por el río. Ella se deslizaba con fuerza, con determinación, no obstante, a pesar de su empecinamiento y rudeza, el suyo era un suave aleteo, muy tenue, grácil y seguro.
Debía ser suave, casi imperceptible. Desapareció en el aire de inmediato y no se le oyó más. Experimentaba la eternidad del crepúsculo, la aplicación de sus nuevos poderes.
Por ejemplo, sintió que nadie la podía ver de momento, mas ella podía observarlo todo con su aguda visión, como si fuera de día.
Sintió que era fuerte, veloz, inalcanzable.
Que podía aparecer y desaparecer como por ensalmo, y que podía atravesar las cosas si tan solo lo deseaba.
Y en realidad era así.
Era un pájaro fantasma.


Lima, febrero de 2003

EL INGENIO DE LA ESCALERA

Jeremy Torres Montero

A Cami, por última vez.



—The room is on fire while she´s fixing her hair…
Despierto y la observo cantando desnuda de cara al espejo, el reflejo que proyecta me cautiva, ella es bella. Sus ojos negros como el carbón emiten un pequeño destello naranja, pareciera que el ocaso naciera en su mirada. La observo con cautela mientras escapo de las sabanas; su piel, blanca como el marfil, fulgura el mismo tono de sus ojos, luce sobrenatural. La temperatura aumenta irracionalmente, me sofoco; el sudor comienza a resbalar por su cuello hasta llegar a sus senos. Escucho su risa llena de picardía, segundos después, sus palabras.
—Un Déjà vu es en realidad un Déjà vécu, querido mío. Alguna vez has tenido la certeza de saber lo que iba a suceder, de conocer las palabras que alguien iba a mencionar, o el entorno que podría descubrir —ella hace una pausa.
—Sí y… —ella me interrumpe.
—Hice una pausa para aclarar mis ideas, no te pedí opinión, dulzura, Déjà sentí —dice y se postra a mi lado. Siento que el calor aumenta, mi cuerpo está rebozando de transpiración al igual que su hechura. La observo. Siento que el aire me falta.
Déjà visité, visítame de nuevo.
El reloj despertador marcaba la hora habitual, cinco para las seis de la mañana. Vi a mi esposa durmiendo con la misma serenidad que ha tenido durante siete años, le di un beso en la frente y ella sonrió con la misma gracia que me cautivó hace mucho.
—Mi amor, déjame agua caliente —dijo adormilada.
—Sabes que me baño en cinco minutos —respondí. Me duché velozmente.
Vi la camisa negra planchada y el resto de mi traje de oficinista, Liz me miraba y parecía  sonreír cada tres milésimas de segundo. Seguía planchando.
—¿Hoy vendrás temprano? —me preguntó—.  Recuerda que mis padres vendrán a cenar.
—Claro que lo recuerdo, durante estos días me lo has dicho sin parar. Traeré el Sauternes que le gusta tanto a mi señor suegro.
Escapé de la oficina sin saber por qué, el sudor huía de cada uno de mis poros. Los gritos que a continuación escuché extrañamente me calmaron. Vi sangre manchando mi saco color caqui apenas y noté la Victorinox temblando en mis manos. Percibí nuevamente los gritos, pero esta vez se oían llenos de furia. Tres policías me apuntaban con sus viejas armas, temblaban, estaban mucho más asustados que yo; sin duda jamás habían disparado, escuché el tronar de las armas. Uno de los proyectiles hizo volar parte de mis dedos y la navaja suiza fue a parar a la cabeza de un transeúnte que observaba todo desde la distancia.
—Samuel, reacciona, deja de soñar despierto —me dijo Harlan Santoro, mi socio en la empresa constructora—. Hace diez minutos que andas en el limbo, espero que estés pensando en la estructura del nuevo edificio.
Observé mis manos. Tenía mis dedos completos. Escruté mis zapatos negros y no había ni un rastro de sangre. Giré bruscamente y vi el arsenal de premios, reconocimientos y diplomas que había ganado en años
—¿Crees en la paramnesia? —pregunté. Me alejé de mi escritorio y miré la calle.
—Dirás Déjà vu —replicó Harlan casi instantáneamente—. Se supone que el noventa y seis por ciento de las personas hemos vivido dicha experiencia, ¿por qué la pregunta?
—Creo que sé todo lo que pasará el día de hoy, una especie de Déjà vu continuo e interminable —dije con un tono melancólico—. Prende la radio, dentro de diez segundos escucharás el gol que hará Pepe Gordillo, será una chalaca.
Harlan me miró, extrañado, pero obedeció mi petición, yo comencé a contar mentalmente mientras escuchaba la narración trepidante del comentarista.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno.
—Gol, gol, gol, goooolaaaaaazo de chalaca. Pepe Gordillo se consagra como el goleador de la copa libertadores… Gooooooooooool de Alianza Lima —gritaba sin respiro el comentarista radial.
El rostro de mi socio se había congelado, ni siquiera pudo celebrar el gol del equipo de sus amores.
—¿Cómo supiste…?
Lo interrumpí:
—Sé que quieres que te diga los números de la lotería —dije. Comencé a profetizar el resultado ganador.
—Eres el puto amo —dijimos al mismo tiempo, luego imité el gesto que Harlan realizó con las manos. Él me miraba fascinado como si yo fuera parte de un pequeño grupo de dioses paganos.
Durante el resto del día estuve haciendo uso indiscriminado de mi extraña habilidad, bromeaba con Harlan y con algunos empleados. Claro, ellos pensaban que todo era una especie de acto preparado. No conocían la magnitud de lo que acontecía.
De pronto un aire siniestro invadió nuestra oficina. Un sujeto con  máscara de conejo entró en escena con una AK-47. Nos pidió el dinero. Los empleados me miraban confundidos y asustados, supe quienes iban a morir. Una ráfaga de balas impactó en el cuerpo de Harlan, sus ojos expresaron  terror. Comenzó a gritar desesperado, sujetó mi mano y me dijo:
—No quiero sufrir. —Sin pensarlo atravesé su garganta con el filo de una navaja.
Me puse de pie mientras los alaridos eclipsaban el estruendo de los disparos. Pateé la puerta trasera de la oficina y escapé hacia la calle. Los transeúntes me observaron atónitos, me sentí tranquilo —ahora sabía por qué sudaba y por qué la sangre manchaba mi saco—, vi a los policías: Sus palabras, antes ininteligibles, eran ahora muy claras.
—Muévase, señor, ¡muévase!  —vociferaron los agentes del orden.
Giré y vi al asesino. Lo reconocí al instante. Se trataba de Miriam, una secretaria con la que mantuve un romance de años. Aquella mujer siempre me juró amor. La había despedido sin dudar pues debía salvar mi matrimonio.
El tronar de las armas me hizo reaccionar. Vi la máscara de conejo cayendo al suelo. Su rostro no había cambiado en absoluto, era preciosa incluso muerta. La sangre avanzó rauda hacia mi cuerpo, espantado me puse de pie y me oculté detrás de los policías.
—Señor, cálmese —dijo un agente rechoncho y con cara de buena persona.
Sabía exactamente qué sucedería, no vería más a mi esposa. Nunca compraría el Sauterness y nunca entendería por qué la teoría de Funkhouser dejaba de ser solo una estúpida hipótesis.
—Samuel, reacciona, deja de soñar despierto —me dijo Harlan Santoro, mi socio en la empresa constructora—. Hace diez minutos que andas en el limbo…
—Espero que estés pensando en la estructura del nuevo edificio que debemos diseñar. —repliqué con una sonrisa genuina. De alguna forma supernatural ya sabía todo lo que diría mi socio.
—¿Cómo coño supiste lo que iba a decirte?
—No importa —me puse de pie y llamé a los empleados—. Hoy todos tienen día libre.
La ovación no se hizo extrañar, tampoco la reacción de Harlan.
Escapé de la oficina y vi a Miriam, la secretaria, que más parecía miembro de algún grupo de cumbia femenina. Sujetaba una máscara de conejo con la mano derecha. En el suelo y a su lado tenía un enorme maletín negro. Su cuerpo se estremeció cuando me percibió acercándome a ella sin delicadeza. La tomé del brazo y le dije al oído:
—No desperdicies tu vida en una venganza sin sentido, lanza esa AK-47 al mar, y guarda esa mascara de conejo para Halloween —respiré profundamente mientras nuestros ojos sincronizaban—. Perdóname si te utilicé alguna vez.
Me alejé sin decir más. Ella me miraba atónita y asustada.
—Samuel, gracias por salvar mi vida. —Escuché sus palabras, sin embargo perdían sentido por culpa del ruido que generaba la gran vorágine de la calle.
No lo hice por ella, tal vez fue por Harlan, o de repente fue por no aplicar aquella eutanasia sobre su cuello. Quizá por Felipe el portero, o por la docena de empleados que fallecían en ese recuerdo del futuro. Muy en el fondo sabía que solo lo hacía por mí.
Me pasé el resto del día caminando sin rumbo. Adivinando las acciones, las sensaciones y los entornos que segundos más tarde, minutos más tarde, surgirían.
De pronto apareció ella, una muchacha de apenas veinte. Por algún motivo no podía deducir sus acciones, aquello me intrigó. Ella vestía: un atuendo de niña gótica, uñas negras, cabello sucio y extravagante, castaña, aunque sin brillos solares. Su rostro maquillado como el de una muñeca terrorífica me encantó. El rímel escapaba a borbotones por sus ojos tristes. La seguí, tratando de descifrar sus acciones. Era imposible, ella era… El escape  a mi agobiante rutina de profeta.
Finalmente me acerqué a su persona. Nuestras miradas impactaron una sobre otra. Y escuché su voz, dulce como el chupetín que introducía en su boca.
—Me seguiste todo el día, esperaba que te animaras a decirme siquiera hola.
—Hola —le dije, rememorando mis antiguas técnicas de galán—. ¿Puedo acompañarte?
—A ti te conozco de algún lado —la muchacha gótica se quedó pensando—. Eres Samuel Rebagliategui, el arquitecto.
—Sí… ¿y tú eres?
—Raquel Bathory, Carmen Pérez. Tengo muchos nombres y también soy arquitecta —dijo ella mientras se mordía los labios—. Quizá quieras ayudarme con unos planos.
Acepté gustoso y subimos a un taxi. Sin dudar me abalancé sobre ella. Hubo resistencia al inicio, pero para cuando mis dedos estuvieron dentro de su ser la tuve anestesiada, atrapada. Ella se reía y me observaba con unos ojos que parecían reflejar el ocaso.
Al llegar a su departamento recordé el Sauterness y la cena con mis suegros. Miré la hora en un viejo reloj con la apariencia de Félix, el gato —siete de la noche—, maldije y apagué mi celular. Raquel no me dio tregua, sus besos me hicieron olvidarlo todo.
—The room is on fire while she´s fixing her hair…
Despierto y la observo cantando desnuda de cara al espejo, el reflejo que proyecta me cautiva, ella es bella. Sus ojos negros como el carbón emiten un pequeño destello naranja, parece que el ocaso naciera en su mirada. La observo con cautela mientras escapo de las sabanas, su piel, blanca como el marfil, fulgura el mismo tono que sus ojos, luce sobrenatural. La temperatura aumenta irracionalmente, me sofoco; el sudor comienza a resbalar por  su cuello hasta llegar a sus senos. Escucho su risa llena de picardía, segundos después, sus palabras.
—Un Déjà vu es en realidad un Déjà vécu, mi amor. ¿Alguna vez has tenido la certeza de saber lo que iba a suceder, de conocer las palabras que alguien iba a mencionar, o el entorno que podría descubrir? —ella hace una pausa.
—Sí y... —ella me interrumpe.
—Hice una pausa para aclarar mis ideas, no te pedí opinión, dulzura, Déjà sentí —dice y se postra a mi lado. Siento que el calor aumenta, mi cuerpo está rebozando de transpiración al igual que su hechura. La observo. Siento que el aire me falta.
—Déjà visité, visítame de nuevo.
— ¿Todo esto va a suceder de nuevo, muchachita gótica? —pregunté. El calor inflamaba mis brazos.
—Todo sucederá una y otra vez. —Su larga cabellera castaña cubría sus pezones.
—Dime tu verdadero nombre, niña gótica.
—Lucifer, pero Luci para los amigos —respondió ella mientras el fuego…
El reloj despertador marcaba la hora habitual, cinco para las seis de la mañana. Vi a mi esposa durmiendo con la misma serenidad que ha tenido durante siete años, le di un beso en la frente y ella sonrió con la misma gracia que me cautivó hace mucho.

EDITORIAL: SEGUIMOS ADELANTE

Recordar el año 2010 es traer a la mente una suerte de eventos, publicaciones, escritores, homenajes y grandes hechos relacionados a la literatura fantástica peruana. Ha sido un año de renovación para el género de la imaginación. Tal vez en toda la historia de las letras peruanas no se habían suscitado tantos acontecimientos sobre fantasía, terror y ciencia ficción. Es grato para mí mencionar que el fanzine El horla, número 1 formó parte de aquel enorme conglomerado de textos que vieron luz el año pasado. Fue todo un acierto dar al mundo una publicación con cuentos muy interesantes, algunos originales, otros sobrecogedores, de autores nóveles y de narradores mayores. Y —espero no ser muy soberbio al decir esto— El horla fue todo un éxito. Más de lo que se esperaba en un principio. Tuvo un tiraje corto, es cierto, pero el primer número está en vías de ser reimpreso y difundido entre los seguidores de la literatura imaginativa. Aprovecho para desde aquí agradecer a Daniel Salvo por su oportuna reseña en el diario El peruano; que nuestro nombre haya sido mencionado en papel impreso representa un lujo que tal vez no nos merezcamos, aunque sí lo consideramos un logro pues sacar el fanzine fue todo una odisea. Agradezco también a Julio Meza Díaz y a Luis Antonio Bolaños por el tiempo y los bienes invertidos, sin ellos El horla nunca hubiera sido una realidad. Es por eso que seguimos en el ruedo, hemos decidido sacar el volumen cada dos meses y así cumplir nuestra meta de la eficaz periodicidad. Hemos creado un blog: www.fanzineelhorla.blogspot.com y muy pronto tendremos puntos de venta estratégicos para colocar este cuaderno. Celebramos la amistad conseguida con nuevos autores de ficción fantástica, los cuales expresan cada vez más fuerte una voz que merece ser escuchada. Festejamos además la inclusión al comité editorial del joven editor Joe Montesinos Illesca, dueño de Pájaros en los cables Editores, sello que ha publicado diversos y valiosos textos a la fecha. Además Montesinos Illesca es un excelente poeta que publicó un excelente libro de poemas: Guardián de los acantilados (2010). En adelante, El horla saldrá bajo su casa editora. Esto nos reconforta. También se ha unido a nuestro grupo el joven narrador Jeremy Torres, quien publicó la novela El camino de los Aegeti (2010) y que planea seguir aprendiendo y entendiendo los secretos de esta emocionante carrera llamada Literatura. Nos sentimos muy felices además por usted, lector, por su constante apoyo. Sin dicho aliciente nada de esto sería posible. Como ya mencioné, cada cierto tiempo tendremos nuevas ediciones de este fabuloso fanzine y espero que usted continúe cerca de nosotros para disfrutar de ingeniosos y deslumbrantes textos. Nos gustaría conocer sus sugerencias al respecto. Puede escribirnos al correo electrónico que se indica en la página 1. Ahora disfrute de este segundo número, cuyos relatos, serios, jocosos, delirantes, han sido cuidadosamente seleccionados. Muchas gracias por su preferencia. Juntos seguimos adelante.

Carlos Enrique Saldivar

ÍNDICE

Editorial: Seguimos adelante por Carlos E. Saldivar

Cuentos:

Meteorito por Adriana Alarco de Zadra 

Con un suave aleteo por Carlos Enrique Saldivar  

La carcocha por Daniel Salvo

¿Migrantes o rebeldes? por Luis A. Bolaños 

Tres manchas de sangre por Lorena Gutiérrez Chiok 

El ingenio de la Escalera por Jeremy Torres   

Ramón en Colonna por Luis Torres   

El mensaje divino por Julio Meza Díaz       

Caída profunda por Eva Asdi  

Ensayo:

El temor hacia las casas embrjujadas: Una aproximación desde la psicología por Germán Atoche Intili  

Agradecimientos 

Fanzine El horla, número 2

EL HORLA
(FANZINE DE FANTASíA, TERROR Y CIENCIA FICCIóN)

Año 1. Número 2

Enero – febrero, 2011


DIRECTOR: CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
EDITOR: JOE MONTESINOS ILLESCA
COORDINADOR GENERAL: LUIS A. BOLAÑOS
COORDINADOR ADJUNTO: JEREMY TORRES


Contactos: fanzineelhorla@gmail.com
Blog: www.fanzineelhorla.blogspot.com

Portada: Dragon Ship, Lake Thun Ferry, Berner Oberland, Switzerland

Contraportada: Dragon Ship, Lake Thun Ferry, Berner Oberland, Switzerland


Fotografía: Ian Britton

EDITORIAL Pájaros en los cables editores