domingo, 2 de enero de 2011

HAY QUE ESCUCHAR A LOS HIJOS

Carlos Enrique Saldivar

A Stephen King.


Su nombre era Teddy y tenía ocho años. El sábado no tenía colegio, pero se despertó muy temprano para hablar con su papá. No podía dialogar con su madre. Había fallecido hacía tres años. Su padre era la única persona con la que contaba en el mundo. Se acercó a él sin dudar durante el desayuno y le dijo:
—Papi, ¿puedo decirte algo?
—Hijo, me he quedado dormido y llegaré tarde a la oficina. ¿Es importante?
—No, no es muy importante. Hablaremos cuando llegues.
—Excelente, sé buen niño y haz caso a todo lo que te diga Griselda.
Griselda era la niñera de Teddy, lo cuidaba de lunes a sábado hasta las ocho de la noche, hora en que su padre retornaba del trabajo. El niño no confiaba en Griselda. No lo cuidaba como era debido, solía dejarlo a su suerte mientras se enfrascaba en la visión de programas televisivos sin gracia. Solía también gastar el teléfono a su gusto y la comida que preparaba resultaba siempre poco agradable. Ni siquiera era una buena compañera de juegos. Se aburría con facilidad. Tenía tan abandonado al pobre chiquillo que una vez éste rompió un cuadro y los mayores no se dieron cuenta hasta después de dos días. Teddy le había contado a su papá todo acerca de la niñera, sin embargo su intento de hacerla quedar mal había sido infructuoso. Su padre no solo no le hizo caso, sino que se enojó con él y no le permitió salir a jugar durante tres días. A Teddy le gustaba mucho ir a la calle y divertirse con sus amigos del barrio. En realidad, le había gustado hasta la noche del viernes. Aquel fue el día en que el hecho sucedió. Griselda no lo hizo pasar a las 7y30 p.m., como de costumbre, para que se duchara y comiera su cena. Se había olvidado de él y, aprovechando la libertad provisional, uno de sus amiguitos le había propuesto ir al enorme viñedo que se encontraba al final de la avenida principal. Quizá podrían ver una muca en los alrededores. Solían ser muy grandes a veces, como un gato. El niño se fue con ellos, sin medir las consecuencias.
Papá no llegó en la noche. Era sábado y ese día se iba a beber licor con sus amigos. Le había llamado previamente a Griselda para que pasase la noche con Teddy hasta el domingo. La niñera estuvo de acuerdo. Llegó a la casa de inmediato y realizó su acostumbrada rutina. Luego entró a la habitación del niño y le dijo una cosa que lo asustó:
—Tu papi ha ido a una fiesta para conseguirte una mami nueva.
Teddy tuvo pesadillas esa noche.

El domingo papá no trabajaba. No obstante, tenía una cita. Se lo dijo a su hijo a boca de jarro. Solo una cita con una persona especial, nada más. No mencionó alguna otra cosa relevante. Se disponía a almorzar con su vástago cuando éste le dijo:
—Papi, tengo que contarte algo.
En ese preciso instante sonó el teléfono. Papá atendió la llamada y se enfrascó en una conversación de casi media hora. Teddy lo escrutó desde la puerta de la cocina y observó que su progenitor sonreía, estaba feliz. Una mujer lo había llamado, eso era seguro. Aquella mujer. Cuando su padre se sentó junto a él a la mesa, el niño, que ya había terminado de almorzar, optó por guardar silencio. Sentía una insólita opresión en el pecho y un ligero calor en el rostro. Diez minutos después, cuando terminaron de comer, se animó a hablar. No pudo hacerlo. El timbre de la puerta sonó. Era Griselda. Iba a cuidar a Teddy durante el resto del día por un aumento de sueldo en su tarifa diaria. Era una adolescente sin oficio ni beneficio, cuidar al niño era el negocio perfecto para ella. Papá se fue y la joven se retiró a ver televisión. El pequeño la odió, y a su padre también. Sintió dolor en la parte alta de su brazo izquierdo. A dos centímetros bajo su hombro, tenía unas pequeñas heridas. Dejó de dolerle pronto y comenzó a escocerle. Se fue al baño, se quitó el polo y se vertió un poco de alcohol en la magulladura. Griselda golpeó la puerta del baño, quería ocuparlo. «¡Apúrate, Teddy, debo entrar!» El niño se sintió aburrido, salió del cuarto y la chica se metió en él presurosamente. El infante se sentía mal. Se recostó en su cama, cogió un libro que ya había leído antes, gustándole mucho: La bolita azul de Griselda Gambarro. Se identificó mucho con Sebastián, un niño que deseaba ser marinero. Sebastián demostró su gran valentía cuando liberó a un enorme pájaro que se había enredado con las sogas del mástil de un navío. A pesar del buen gesto del infante, el ave le picó en el dedo pulgar hasta sacarle sangre. Por ello, el heroico niño se vio obligado a golpear a al animal en la cabeza. Pero en dicho libro todo tenía un porqué. Sebastián se volvería a cruzar más adelante con aquel ave que, convertido en mujer, le salvaría la vida. Lo que haces se te regresa. Teddy se imaginó que las cosas en el mundo real debían suceder como en aquel cuento. Los hechos ocurridos una vez podían volver a tocarlo en el futuro. Se preguntó si todo lo acaecido dos días antes quedaría indefectiblemente atrás... o si nuevamente se toparía con el pájaro.
Papá no llegó esa noche.
Griselda volvería a pasar la velada con Teddy. El niño estaba pálido. La chica le preguntó si estaba enfermo. Pensó en colocarle el termómetro, sin embargo no lo encontró en toda la casa. Volvió a acercarse a la cama del niño y le consultó:
—Teddy, ¿te encuentras bien?
El niño, sonriendo, le respondió:
—Me siento bien, Griselda, pero extraño a mi papá.
—Oh, pobre niño. —La niñera lo abrazó. Era la primera vez en su vida que demostraba afecto hacia el pequeñín. —Estoy segura de que tu papá también te extraña, pero él ahorita está viendo a alguien y cuando se aburra, de seguro, volverá a tu lado y todo será como antes.
—¿Como cuando mi mamá vivía?
—Uhm... Pues no lo sé. No conocí a tu mamá. Pero si fuiste feliz en ese entonces, de seguro recuperarás esa felicidad muy pronto. Tranquilo.
—Quiero descansar.
—¿No deseas salir a jugar más tarde?
—¡No!
—Está bien, tranquilo, pequeño gruñón. No te molestaré. Si quieres ver algún DVD después, me pasas la voz.
Esta vez la pesadillas fueron más intensas. En el sueño, una sombra alta e informe lo perseguía. El niño se despertó de madrugada, sudando. Sintió una picazón en el brazo. Tendría que decírselo a su padre ese día, por la mañana o por la tarde. Debía contárselo de todas maneras. Caminó en la oscuridad hacia la habitación de su progenitor, se echó en su cama, sintió un placer celestial al sentir la suavidad de la colcha, mas no pudo aquietar el sueño. Se dirigió al cuarto de Griselda. Ella dormía en la habitación de huéspedes. Abrió la puerta y penetró con sigilo. La niñera dormía con la cortina abierta. La luz de la luna incidía en ella con una perversidad cósmica. Dormía ligera de ropas, con un polo celeste pegado y un pequeño bóxer rojo. Teddy permaneció observándola largo tiempo.
Griselda oyó un ruido a sus espaldas que la despertó de golpe. Miró en la oscuridad, mas no vio a nadie. Un mal sueño quizá. Se puso una bata y fue a ver a Teddy. Dormía como un angelito. Como lo que era, pensó la chica. Lo besó en la frente y notó con extrañeza que estaba fría. Sin embargo, el asunto le preocupó solo durante tres segundos. De inmediato lo olvidó. Su mente era tan liviana como la ropa que vestía en aquel momento. Estaba entusiasmada, tendría que cuidar del niño durante ese día. Si juntaba dinero por tres meses más tendría la oportunidad de estudiar algo; aún no sabía qué, pero ya se le ocurriría.

El sueño fue siniestro y muy vívido, en él sus tres amigos corrían delante suyo, lo estaban dejando muy atrás. ¿Había sido una muca? Claro, su amiguito se lo había dicho: «En aquel vivero hay mucas del tamaño de un perro, se suben a los árboles y, cuando una persona pasa, le saltan encima. Sigue corriendo, sonso, nos ha visto».
¿Quién nos ha visto?
¿Quién?
Teddy despertó, sin embargo no estaba en condiciones de ir al colegio. Le tomaron la temperatura y estaba baja, realmente muy baja. El niño se mostraba decaído. Por primera vez su padre se sintió culpable. Llamó a la niñera. Ella acudió de inmediato.
—Griselda, por favor, quédate con Teddy. Se siente un poco mal de salud. Yo llegaré temprano del trabajo. No puedo faltar por nada del mundo. ¿Lo cuidarás?
—Claro... ¿y si se pone de verdad mal?
—Si algo ocurre me llamas al trabajo. —Papá se dirigió a la joven con voz baja: —Pero yo creo que solo está deprimido. De todas formas estaré atento. Mi mejor amigo es médico. Si notas que Teddy empeora, me avisas y yo traigo al doctor conmigo.
Griselda se retiró a preparar un poco de té. El pequeño miró fijamente a su padre. Le habló:
—Papá, hay algo que quiero decirte.
—Dime, Teddy, ¿de qué se trata?
—¿Crees que mamá algún día pueda volver?
—Oh, Teddy. Mamá murió. Está en el cielo.
—Pero, papá. ¿Qué tal si no existe el cielo? ¿Qué tal si no existe la muerte?
—¿De qué estás hablando, hijo?
—Digamos que para algunas personas no funciona la muerte.
—¡Todos morimos, Teddy! ¡Todos! ¡Y el que muere nunca regresa!
—Pero quizá mi mamá sí pueda regresar. —El niño rompió a llorar. Su padre lo abrazó.
—Teddy, ¿qué está pasando contigo? Cuando vuelva hablaremos de hombre a hombre, ¿de acuerdo?
—Papá, hay algo más.
El celular de su progenitor sonó. Éste contestó y el pequeño notó que la conversación que mantenía  era acalorada. El hombre cortó e hizo un gesto de fastidio.
—Debo irme al trabajo ahora, hijito. Alguien ha cometido un error grave en la empresa.
—Papi, por favor, no te vayas. Debo... decirte otra cosa.
—Adiós, Teddy. No hablaremos de eso ahorita. Te garantizo que los muertos nunca vuelven a vivir. ¡Jamás!
La niñera estaba observando, parada en el marco de la puerta. Papá se dirigió a ella:
—Por favor, Griselda, no le hagas ver a Teddy películas de terror. El niño está claramente trastornado. Cuídalo mucho. Adiós. Vendré una hora antes que de costumbre.
Y se marchó. El infante no volvió a llorar.

Corría con desesperación, lamentablemente era un niño de contextura frágil y tropezó. Los otros chiquillos lo abandonaron. Pudo ver sus cuerpos desaparecer entre los arbustos. De seguro ya habían alcanzado la pista y la habían cruzado en dirección a sus casas. Tontos, idiotas. ¿Quién estaba tras de él? Se suponía que el vivero estaba vacío. La municipalidad se había apropiado de ese terreno desde que su dueño, un hombre muy anciano, falleciera cuatro años atrás. El pequeño sintió que alguien lo ayudaba a levantarse. Luego fue cogido por los hombros con violencia. El miedo lo paralizó al principio; no obstante alcanzó a darle una patada a su atacante, al mismo tiempo que un agudo dolor se cernía en su brazo. Tuvo tiempo de huir y lo consiguió. Corrió directo a su casa. Allí, en la puerta, la joven que le cuidaba le gritaba un tanto enojada. No le había encontrado en la cuadra y se había puesto nerviosa. La oscuridad nunca había sido tan perturbadora. El asunto había sido grave. ¿Se enojaría su papá si se lo contaba? Después de todo, el incidente era producto de una travesura. Papá entendería. Se lo diría esa misma noche. No. Al día siguiente. El sábado. No había colegio, pero su papá trabajaba medio día los sábados. Sería en la tarde. Se lo diría como fuese. Era su padre. Le escucharía.
Papá.
Griselda lo llamó a la oficina como a las 6 p.m.; le dijo que el niño estaba actuando de un modo extraño, aunque no lucía enfermo. Solo se mostraba un poco travieso. Le rogó al hombre que por favor se diera prisa. Papá prometió salir un poco más temprano. Sintió de repente una honda preocupación y le preguntó a la niñera:
—¿Es necesario que vaya con el médico?
—No, Teddy solo está un poco malcriado, creo que únicamente necesita una buena tunda.
—Bueno, sopórtalo, Griselda, por favor y mil disculpas. Llegaré dentro de poco.
Sin embargo no cumplió lo prometido. Llamó a su casa a las 8 p.m. y le dijo a la joven que tardaría media hora más. Ella le respondió que todo se había normalizado. «El pequeñín está viendo la televisión muy tranquilo. Ya no hay motivo de angustia». Debido a dicha noticia llegó a casa un poco más de las 9y30 de la noche. Tal vez ese había sido el día más difícil de toda su vida. Un infierno en la empresa. Solucionado ya, por fortuna. La oscuridad en su barrio era inquietante. Aquel lunes hubo mucha neblina. Al entrar en su casa percibió algo anormal. La estancia se hallaba a oscuras. ¿Se habrían dormido? No era improbable, ya no era tan temprano. Quizá Griselda estaba en el cuarto de su hijo, leyéndole algo. A Teddy le gustaba mucho la lectura. Intentó encender la luz, pero no había electricidad. Se habría volado algún plomo. Maldición. Así que de eso se trataba. ¿Por qué Griselda no había encendido alguna vela? Había varias en un cajón de la cocina. Escuchó un ruido al fondo del pasillo. Era el cuarto de la niñera. Se acercó despacio y comenzó a sudar frío. Creyó ver una sombra que pasaba frente a él, a gran velocidad. No, solo era el reflejo de alguna persona que pasaba por la calle. Las siluetas se reflejaban por medio de la ventana de la sala. No encontró a la joven en su habitación. Buscó en la cocina, después en el baño. No halló a nadie. Entró al cuarto de Teddy y tampoco encontró a ninguna persona. Habían salido, de seguro, al niño le había asustado la oscuridad y fueron a cenar al restaurante de la otra cuadra. Sin embargo había algo ahí. En el piso. Algo viscoso. Papá pisó con sus zapatos dos veces y lo sintió. El suelo del cuarto del niño estaba empapado. Papá se agachó y con el dedo índice cogió un líquido... rojo. Se asustó y gritó:
—¡Teddy! ¡Griselda!
Oyó un ruido. Un ligero ruido proveniente de su propia habitación. Caminó rápidamente y descubrió que el sonido venía del fondo del cuarto, desde el otro lado de su cama. Era Teddy. Se había puesto de pie y estaba sin polo. Un automóvil pasó e iluminó con sus faros el endeble cuerpecito y la nívea cara del chico. Estaba lleno de sangre. Papá vio algo a los pies del infante. Una persona recostada. No. Un cuerpo inerte. Su corazón latió velozmente. Tropezó con una silla y cayó hacia atrás. La Luna comenzó a brillar, su luz se filtró por la ventana con alevosía. Teddy se acercó a él, con lentitud, como una fiera ante su presa. Su padre observó las dos redondas marcas que el niño tenía en uno de sus brazos. Sintió deseos de orinar. Lo hizo. De inmediato, gritó con todas sus fuerzas. ¡No, hijo, no! Y, antes de que la criatura se le abalanzara, buscando su cuello, Papá comprendió que el único responsable de todo había sido él.
Porque no había escuchado a su hijo.
Porque el pequeño en ningún momento tuvo la oportunidad de decirle que lo había mordido un vampiro.

Lima, marzo de 2003

EL NOMBRE

Julio Meza Díaz


–¡Qué es esto! –dijo el Viejo, acomodándose la camisa manchada de sangre–. ¡Yo quería que me conocieran! ¡Pero así no!
Había pasado la noche en una de las banca del parque, y ahora, que el sol refulgía a plenitud, llevaba el vientre adolorido y la boca cubierta por una costra morada. Adelante, a menos de cien metros, un techo de lona daba sombra a los arreglos florales y los carteles con versos elogiosos. Más allá, descansaba un podio marrón coronado por un micrófono y una pequeña bandera del Ministerio del Deporte. Las personalidades invitadas, entre los que se hallaban el anfitrión y los representantes del gobierno, se acomodaban en sus respectivos asientos, esperando el inicio de la ceremonia. Tras una gruesa línea de policías, los periodistas presionaban compulsivamente el disparador de sus cámaras y soltaban preguntas ingenuas al aire. En el centro de la algarabía, como si fuera un rey silencioso, sobresalía una placa de mármol en la cual, con estilo gótico, se lucía el nombre completo del Viejo.
–¡El famoso soy yo! –gritó el Viejo, señalándose con un dedo.
–¡Calla, vago de mierda! –le respondió un policía, y lo amenazó con su cachiporra–. ¡Tú no eres nadie!
Con un puño invisible en la garganta, el Viejo se retiró a un lado y esperó el homenaje, mientras limpiaba su pantalón salpicado de barro.

***

Desde hacía dos décadas, el Viejo trabajaba como conserje del Estadio Principal. Cuando niño, su meta había sido llegar al mismo lugar, pero ocupando un estatus superior: soñaba con ser un atleta reconocido que, luego de innumerables victorias, recibiera el aplauso de tribunas febriles. Lamentablemente, su frágil voluntad y el escaso apoyo de sus padres (ellos siempre le aseguraron que tendría un futuro mediocre) hicieron que, desde sus primeros años de colegio, tuviera el espíritu ocioso para todo lo que implicara un esfuerzo. Ya en la juventud, cuando quiso cambiar su situación y plasmar en la realidad sus sueños de infancia, descubrió  que era tarde para lograr cualquiera de sus metas. Su cuerpo tenía una constitución gelatinosa, y sus reflejos eran más lentos que los de un caracol somnoliento. Ergo, estaba descartado para cualquier práctica deportiva. Buscando solucionar su infortunio, trató de ejercer algún oficio que lo acercara, aunque sea solo físicamente, a sus ansiados deseos; y, gracias a una amistad efímera (conoció en una borrachera al que sería su jefe), obtuvo su premio consuelo: trabajar en el Estadio Principal y, de esta manera, codearse con el mundo que anhelaba.
–Gracias, amigo… perdón… gracias, señor –le dijo a su jefe, cuando este lo contrató.
El Estadio Principal, que se ubicaba en el centro de la ciudad, era una construcción que, pese a sus numerosas décadas, tenía una importancia de primer grado en el juego profesional del país. Allí se realizaban las más importantes competencias: partidos de fútbol, pruebas de velocidad, demostraciones gimnásticas y un largo etcétera. Cuando acontecían estos eventos, las butacas se llenaban de personas que gritaban el nombre de sus favoritos, y sufrían o gozaban por las variaciones del tablero de puntuación. (“Ojalá fuera por lo menos recoge bolas”, pensaba el Viejo en esos momentos, con tristeza). Pero el Estadio Principal, a causa de su arraigada tradición, también funcionaba como una suerte de pasarela luminosa para las celebridades del deporte: en sus paredes que daban a la calle, entre laureles y en letras de bronce, se exhibía los nombres y apellidos de aquellos atletas que habían destacado en otros tiempos.
–Algún día –decía el Viejo, en plena ensoñación–, algún día llegaré allí.
Una mañana, su jefe le encargó bajar las letras de bronce y pulirlas cuidadosamente. Al día siguiente, vendría una comisión de periodistas para tomar fotos y realizar una investigación biográfica sobre algunos deportistas famosos. Siguiendo lo ordenado, el Viejo levantó un andamio metálico y, con facilidad imprevisible, sacó varios de los caracteres y los dejó en la acera para sacarles brillo después. Su reloj había marcado las siete de la noche; de modo que podía otorgarse un descanso, y se dirigió por un trago a la cantina cercana.
–Me toca mi combustible –dijo, dando pequeños brincos.
En la cantina, sintió un relajo mágico. Con ademanes seguros, se acodó en la barra y pidió un vaso de ron. Mientras esperaba el servicio, observó su entorno: había una docena de mesas, en donde los parroquianos bebían licores baratos, fumaban hierbas aromáticas, y conversaban a grandes voces; trayendo bandejas de latón, los mozos hacían lo imposible por atender los confusos pedidos; en prendas mínimas, las damas de pago ofrecían sus servicios con exagerada discreción: a través de murmullos en las orejas de sus potenciales clientes.
–¡Salud! –soltó el Viejo a la multitud, levantando su vaso–. ¡Este siempre ha sido un buen lugar!
Mientras enfriaba su sed (había pedido que le dejaran la botella), se fijó en una dama de pago que no había encontrado en sus visitas previas. Era de unas piernas altas y firmes como palmeras, tenía nalgas generosas para el carnívoro, y mostraba en su rostro avidez por el placer. “Así me la recetó el doctor”, se dijo el Viejo, trazando una sonrisa pícara. Sin embargo, pese a su lascivia en efervescencia, se animó a un avance solo cuando estuvo bastante bebido. Con paso viril, se acercó a ella y la abordó con los ojos refulgentes.
–Hola –le dijo, en tono de impostada galanura–. No te había visto antes. ¿De dónde eres?
–¡Lárgate! –reaccionó la Dama de Pago, mirándolo de arriba abajo–. No hablo con perdedores.
–¿Qué? –se enfureció el Viejo, a punto de arremeter con una cachetada–. ¿No sabes con quién estás hablando?
–¡Oye! –lo detuvo un hombre corpulento y de cabeza rapada–. Le pegas y te reviento.
Asolapando su temor, el Viejo midió al Hombre y concluyó que este podría vencerlo en breves segundos. Decidió, entonces, fingir arrebato y mesura a la vez.
–Mire usted –dijo–, yo no soy nuevo aquí. Todos me conocen, y pueden dar fe de ello con su palabra. Así que no voy a permitir que una cualquiera, quizás la más atrevida y novata, me falte el respeto sin ningún motivo.
–Todos te conocen, ¿no? –dijo el Hombre, remangándose la camisa.
–Exactamente –respondió el Viejo, con un hilo de duda en la voz.
Silencio de cementerio en la cantina. El Hombre y el Viejo se miraban con furia explícita; los parroquianos callaron sus diálogos; los mozos abrazaron las bandejas; las damas de pago interrumpieron el negocio: todos esperaban que algo súbito detonara la violencia.
–Pero… Yo no te conozco –quebró la tensión un parroquiano, refiriéndose al Viejo–.  ¿Quién eres?
–Es cierto –agregó un mozo– ¿Quién diablos eres?
En seguida, se levantó un barullo vertiginoso: –¿Quién es este tipo? ¿Ustedes lo conocen? ¿De dónde salió? ¿Por qué no lo botan? ¡Qué esperan para golpearlo!
–¿Viste? –le encaró la Dama de Pago–. ¡Eres un don nadie!
El Viejo, rojo de cólera, y sin saber cómo responder a semejante humillación, se dejó llevar por el impulso: abofeteó a la Dama, y se lanzó sobre el Hombre. Estalló la confusión. Con gritos encendidos, los parroquianos alentaban la pelea deseando abultados charcos de sangre; las damas de pago, en solidaridad con su compañera vejada, atacaron al unísono y marcaron al Viejo con arañazos indelebles; los mozos intentaban evitar que las botellas se quebraran, mientras, de reojo y con sádico placer, seguían los detalles del encuentro.
–¡Pero no me matarás! –vociferaba el Viejo, bajo el Hombre, que no dejaba de castigarlo con puñetes certeros–. ¡Te digo que no me matarás!
La paliza duró cerca de cinco minutos. El Hombre y las damas de pago, ya victoriosos, pateaban en el piso el cuerpo derrotado del Viejo. Y, como este anunció, no lo mataron, pero quedó peor que un muerto. Sus mejillas estaban atravesadas por heridas abruptas; de su nariz y boca erupcionaban chorros de sangre; su camisa lucía destrozada; su pantalón, abierto como una falda, cubría unas piernas llena de moretones y cortes. Al igual que un herido de guerra, el Viejo se retiró cabizbajo y cojeando. El Hombre vociferó–: ¡Y no vuelvas más, pedazo de mierda!
Luego de deambular por veredas sinuosas, el Viejo llegó a la puerta del estadio. Pese a su borrachera, no lo gobernaba el alcohol, sino una cólera feroz que lo abrasaba como fuego denso. “Malditos”, pensaba, con insistencia. “Ya sabrán quién soy. ¡Ya sabrán!”. De pronto, se decidió. Tomó sus herramientas, subió al andamio que había levantado hacía unas horas, y dibujó en su rostro una sonrisa enferma.

***

A la mañana siguiente, el Viejo salió de sus sueños empujado por un barullo que se colaba a través de la ventana (dormía en un cuarto bajo las graderías del Estado Principal). Eran unas voces anhelantes que trataban de sacarle a su jefe algún dato curioso. Pese a la turbación de la resaca, llegó a su memoria el porqué de esos sonidos. “Los periodistas, carajo”, pensó el Viejo, y se cambió para atenderlos. Y, minutos después, sucedió lo que había soñado pero que, en el fondo, estaba seguro de que jamás se realizaría. No solo encontró periodistas, sino también un milagro: las cámaras fotográficas y de video registraban un único nombre, y este era el suyo.
–¡¡¡¡Qué!!!! ¿¿¿¿Qué pasó???? –gritó el Viejo. Su Jefe le respondió-: Estamos frente a un importante acontecimiento. Acaban de hallar, entre los deportistas consagrados, el nombre de un gimnasta desconocido.
Rascándose la cabeza, el Viejo se esforzó por recordar la noche anterior. Le vinieron imágenes nublosas: él trepado en el andamio, él poniendo su nombre entre laureles, él contemplando su obra.
 “Dios mío “, se dijo. “He alcanzado la fama! ¡La fama!”. Y concluyó: “Es hora de la venganza”.
Momentos después, manteniendo una calma tensa (esperaba que se hiciera de noche para ir a la cantina), fijaba su atención en un noticiero de T.V. Exhibiendo rigidez en el semblante, el conductor decía: “En exclusiva. Sepa de la vida del futbolista olvidado. Gloria de nuestro balompié de antaño. Permaneció en la sombra por mucho tiempo. Pero ahora, gracias a una sagaz investigación, salen a la luz detalles de su vida. Entérese cómo fueron sus difíciles inicios. (En la pantalla aparece la foto de un niño dominando el balón). Cómo triunfó en la liga nacional y cómo llegó a jugar en los clubes extranjeros. (Un adolescente driblando a dos defensas). Infórmese sobre sus éxitos y derrotas, sobre su popularidad y triunfo definitivo. (Un joven recibiendo una copa). Conozca al respecto de sus vicios, sus matrimonios y su enfermedad mortal. (Un anciano postrado en cama). En exclusiva. Y solo en nuestro canal”.
 “Hmm…”, se dijo. “No soy ninguno de esos”. Y agregó: “Total, es mi nombre”.
Acabada la tarde, en el trayecto a la cantina, el Viejo se detuvo frente a un kiosco y encontró su nombre en la primera plana de un periódico. Al lado de la imagen de un moreno basquetbolista, había una leyenda en altas: “Nuestro Rey de la canasta”. El Viejo compró el periódico y leyó: “Nacido en los barrios aledaños al puerto de la ciudad, lo criaron sus tíos, los que le incentivaron siempre la práctica deportiva. Cuando adolescente, un profesor de su colegio identificó su potencial, y lo ayudó a ingresar en el equipo de la federación de básquetbol. A partir de entonces, todo fue ascenso para él. Se desenvolvió como jugador de la selección nacional, los Maestros del Rebote y la Súper Liga. Sin embargo, cuando rozaba el pico de la fama, conoció la tragedia: un accidente automovilístico lo recluyó en una silla de ruedas. Pero, tornándose en ejemplo para la juventud, recomenzó su carrera…”.
–O sea, ¡ahora soy jugador de básquet! –mencionó el Viejo, tirando el periódico–. ¡Qué embrollo, carajo!
De un empujón, abrió la puerta de la cantina, y se detuvo en el umbral: su silueta se dibujó contra la luz exterior. Calmado, observó el ambiente: los parroquianos se apasionaban con sus debates; los mozos, sin soltar las bandejas de latón, se trasladaban de aquí para allá; las damas de pago se deslizaban en tacos de aguja y nubes de perfume meloso. Con la seguridad de un galán de cine, el Viejo se acercó a la barra y, tronando los dedos, pidió un whisky.
–Y no olvides el hielo, sobrino –agregó.
–Oye, te dije que no volvieras –sonó una voz de entre la oscuridad. Era el Hombre que se acercaba empuñando una manopla de metal.
–Un momento. Un momento, señor –respondió el Viejo–. Usted me va a tratar con respeto. Soy una celebridad. ¿No ha visto la televisión? ¿Los periódicos? Mi nombre está por todas partes.
–¿Eres el voleibolista famoso? –dijo el Hombre–. Ese era marica.
Percatándose de la discusión, una dama de pago agregó–: ¿Cómo? ¿No era gimnasta?
De inmediato, un parroquiano intervino–: ¿No era futbolista?
Y explotó un enredo-: ¡No! ¡Era basquetbolista! ¡No! ¡Se equivocan! ¡Nadador! ¡No! ¡Para nada! ¡Maratonista! ¡No!...
–Bueno –dijo el Viejo, con el ego carcomido–. Todos esos soy yo.
–¡No!... ¡Tú solo eres mierda! –gritó el Hombre, y le encajó un puñete en la boca. A continuación, se formó un círculo alrededor de los contrincantes. El Viejo se quitó el saco y trató de dar algunos golpes. El Hombre lo cargó sobre su cabeza, lo hizo girar como hélice, y lo lanzó al piso. El Viejo sintió hielo seco en cada uno de sus huesos. Cuando volvió en sí, avanzó de rodillas hasta la puerta, y recibió un último puntapié: cayó con estrépito en un charco de barro.
–¡Mierdas! –gritó, y se lanzó a correr–. ¡Mierdaaaassss!
Horas después, compró una botella de ron, y bebió en la banca de un parque hasta quedar dormido.

***

Desde su sitio, el Viejo atendió la ceremonia con ansiedad: escuchó un sinnúmero de halagos para su nombre, se impresionó por las lágrimas de varios asistentes, y quedó anonadado por el extenso discurso biográfico sobre su vida (se habló del devenir de un piloto de autos de carrera). Terminada la ceremonia, el anfitrión gritó a voz en cuello–: ¡Héroe nuestro!
Y todos contestaron a la vez–: “¡Presente! ¡Presente!”
Una salva de aplausos se elevó por encima de las cabezas. De inmediato, el servicio, exhibiendo trajes limpios como cielo de verano, pasó por entre los asistentes con bandejas de vino y bocaditos. El cerco de policías se rompió e ingresaron los periodistas a entrevistar al anfitrión y las autoridades del Ministerio del Deporte. Mientras comentaban anécdotas sobre el piloto, el resto de invitados observaba la placa conmemorativa. Jugando su última carta, el Viejo se aproximó a un niño y le propuso–: Si te doy cinco monedas, ¿serías capaz de señalarme y leer lo que dice allí?
–¿Cómo? ¿Quiere que diga que usted es el famoso? –preguntó el Niño.
–Sí –respondió el Viejo, y le soltó el dinero. El Niño se trepó al podio y, con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, dijo a través del micrófono–: Ese señor de ropas sucias… –indicó al Viejo con un dedo, mientras los asistentes se volvían sorprendidos– ese señor es… –y cayó un mojón de paloma sobre la placa de mármol– ese señor es… una caca.
Todos miraron al Viejo, y estallaron en carcajadas.
Bajo un sol asfixiante, el Viejo se retiró a hundirse en el Estadio Principal.

EDITORIAL: UNA PUBLICACIÓN ALTERNATIVA

En el año 2006, exactamente en el mes de setiembre, vio luz una publicación atípica dentro del mundo de las revistas literarias producidas en el Perú. Su nombre es Argonautas. El primer número tuvo una cierta atención por parte de los lectores y aficionados al género fantástico. Fue una publicación modesta, tanto en forma como en contenido, aunque muy decente. Un trabajo hecho entre amigos, quienes aportaron textos sin pedir nada a cambio. Luego, varios de ellos ayudaron en la venta, comprando ejemplares o difundiéndolos como pudieron. Entre ellos estuvieron Fátima Salvatierra, Jorge Luis Obando, Luis Torres, Luis León, Christian Elguera y quien les habla. Argonautas fue un suceso en mi vida, el primer texto físico que lanzaba al mundo. Mi entusiasmo fue tal que decidí publicar cuatro cuentos de golpe en dicho volumen. Lo hice con tres seudónimos diferentes y confieso que el relato que firmé con mi verdadera identidad fue el que menos pegó de la revista. No obstante, aprendí mucho gracias a aquella publicación y me inicié en el mundo editorial, dentro del cual he seguido constante a pesar de las enormes barreras que siempre se ciernen frente a los intelectuales emprendedores. En el año 2007, Argonautas tuvo dos números más, en donde nos acompañaron escritores mayores, entre ellos, el excelentísimo José B. Adolph, quien gentilmente nos cedió dos de sus mejores relatos. Sin embargo, el número 4 de Argonautas, precisamente el volumen donde rendiríamos homenaje a este soberbio autor, tardó mucho en salir. Hubo varios factores, uno de ellos fue el tiempo y el esfuerzo (físico, mental, monetario) que puse en mi primer libro de cuentos: Historias de ciencia ficción, volumen que me parece entrañable y que espero reeditar algún día. El cuarto número de la revista Argonautas no vería luz hasta la segunda mitad del año 2009. Pero valdría la pena la espera. El texto tuvo una gran pegada y los relatos deleitaron a todos aquellos que tuvieron la suerte y la decisión de adquirirlo. Sin embargo, sacar una revista literaria física en el Perú es una tarea ardua, implica diversas aristas que hay que revisar con ojo clínico. Mi caso es un poco particular. He aprendido mucho en estos cuatro años y me considero una persona capaz de convocar a escritores. Todos aquellos que me han mandado sus cuentos, éditos o inéditos, alguna vez, han tenido plena confianza en mí. Un editor debe ser confiable para sus autores. Y no solo eso, he sido capaz de procesar cada texto que me ha sido enviado desde que me inicié en el mundo de la literatura. He tenido además la paciencia para revisarlo, corregirlo, acomodarlo dentro del volumen, hacerle una introducción y realizar todos los quehaceres necesarios para que dicho cuaderno llegue hasta su fase final. Lo he hecho cuatro veces. Los volúmenes nacieron y existen. Ya estoy trabajando en el quinto número de la revista Argonautas, el cual, espero, se convierta en el mejor trabajo que he realizado en mi vida. Todo por usted, amable lector. Todo sea por usted. Porque, gracias a usted, me he mantenido firme en mis convicciones acerca de la teoría de la lectura. Creo que si uno presenta un texto lo suficientemente interesante a una persona ésta logrará sumergirse en la historia, esté o no acostumbrada a leer. La Literatura no tiene porque ser aburrida. Cuando yo estaba en el colegio, los libros tenían mala fama. Había textos que invitaban al sueño, no menciono títulos ni autores para no herir susceptibilidades, pero lo que digo es cierto. Quizá en la época en que yo cursaba la escuela, no había una gran difusión de libros. Aunque el plan lector de primaria fue bueno. En mi etapa escolar leí grandes historias: El pequeño Nicolás, Las minas del rey Salomón, La isla del tesoro, Charly y la fábrica de chocolates, Eva Luna, Cuentos de Eva Luna, etc. En mi centro educativo, en secundaria, nos proponían ciertos títulos y cada quien escogía qué leer. Tal vez hubo una falta de orientación al respecto. Pero cabe decir que, si algunos sufrían con la lectura, había otros, a lo mejor unos pocos, que iban a la biblioteca y buscaban más sobre los autores que les gustaban. Y, si en aquellos tiempos, de la niñez-adolescencia, uno se enganchaba con un autor, libro o con la lectura en general, lo hacía para siempre. Así fue como me quedé atrapado en el mundo de las palabras. Luego vino aquello de querer escribir mis propias historias... Y todos sabemos que viene después. A lo que voy es que la lectura implica un desarrollo dentro de un ambiente adecuado. Si le hacemos llegar una publicación con textos crípticos y vanguardistas a un lector de pie, es casi seguro que no va a entenderlos y dejará el cuaderno en algún rincón olvidado. Y no es porque sea tonto, sino porque el escritor no ha encontrado el modo de conectar con él, de captar su atención. De no fatigarlo. El escritor debe brindar energías al receptor a medida que va leyendo, éstas serán procesadas dentro de su cerebro y lo impulsarán a llegar hasta el final. Es difícil, pero ya lo dijo el gran Borges. «La literatura debe entretener y conmover». Quizá también «sorprender», bueno esto lo añado yo. Esa energía, esa inventiva, ese sentido de la maravilla, o de lo siniestro, lo encontrará, en los textos de esta publicación llamada El horla, en homenaje al genial cuento del que es, tal vez, el mejor narrador del siglo XIX, Guy de Maupassant. Así como dicho autor vertió varias de sus obsesiones en aquel relato, los narradores aquí presentes han vertido sus obsesiones, sus demonios en estos textos. Otros tal vez han recurrido a sus fantasmas, sus traumas. Algo es claro, son buenos textos. Todos revisados por mí y organizados para brindarle unos, no tan breves, momentos de fascinación. La mayoría de los relatos son inéditos y solo podrá leerlos aquí. Algunos autores son mayores y han publicado uno o más libros. Otros son nóveles, no obstante a todos nos une un importante lazo: Nuestro apego y admiración por la literatura fantástica. El horla, en su formato fanzine (concebido así para reducir costos de producción y adquisición), pretende ser una publicación alternativa, hermana menor de Argonautas, la cual seguirá saliendo en un formato más ambicioso. De momento, goce de El horla, número 1, un regalo para usted, apreciado lector. La mesa está servida.

Carlos Enrique Saldivar

INDICE

Editorial: Una publicación alternativa por Carlos E. Saldivar 

Cuentos:

Clonandino por Adriana Alarco de Zadra

Hay que escuchar a los hijos por Carlos Enrique Saldivar

El amante de Irene por Daniel Salvo

Selene por Gonzalo Del Rosario

¿Encuentro...? Luis A. Bolaños De la Cruz

Desencuentro por Luis Cangalaya

Marcas por Eva Asdi

El Jala Alma por Dennis Arias

Ramón, Doctor Corazón por Luis Torres

El nombre por Julio Meza Días

El cigarro que volvía por Luis Eduardo Milano

Agradecimientos

EL HORLA

FANZINE DE FANTASíA, TERROR Y CIENCIA FICCIóN

Año 1, Número 1

Noviembre, 2010 – Diciembre, 2010

DIRECTOR: CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
SUBDIRECTOR: JULIO MEZA DíAZ
COORDINADOR GENERAL: LUIS A. BOLAÑOS
Contactos: fanzineelhorla@gmail.com

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nro. 2010-14140

Portada: Bacon (Sandy Skoglund)

Contraportada: El horla

EDITORIAL VELLOCINO DE ORO