viernes, 30 de septiembre de 2011

EL INGENIO DE LA ESCALERA

Jeremy Torres Montero

A Cami, por última vez.



—The room is on fire while she´s fixing her hair…
Despierto y la observo cantando desnuda de cara al espejo, el reflejo que proyecta me cautiva, ella es bella. Sus ojos negros como el carbón emiten un pequeño destello naranja, pareciera que el ocaso naciera en su mirada. La observo con cautela mientras escapo de las sabanas; su piel, blanca como el marfil, fulgura el mismo tono de sus ojos, luce sobrenatural. La temperatura aumenta irracionalmente, me sofoco; el sudor comienza a resbalar por su cuello hasta llegar a sus senos. Escucho su risa llena de picardía, segundos después, sus palabras.
—Un Déjà vu es en realidad un Déjà vécu, querido mío. Alguna vez has tenido la certeza de saber lo que iba a suceder, de conocer las palabras que alguien iba a mencionar, o el entorno que podría descubrir —ella hace una pausa.
—Sí y… —ella me interrumpe.
—Hice una pausa para aclarar mis ideas, no te pedí opinión, dulzura, Déjà sentí —dice y se postra a mi lado. Siento que el calor aumenta, mi cuerpo está rebozando de transpiración al igual que su hechura. La observo. Siento que el aire me falta.
Déjà visité, visítame de nuevo.
El reloj despertador marcaba la hora habitual, cinco para las seis de la mañana. Vi a mi esposa durmiendo con la misma serenidad que ha tenido durante siete años, le di un beso en la frente y ella sonrió con la misma gracia que me cautivó hace mucho.
—Mi amor, déjame agua caliente —dijo adormilada.
—Sabes que me baño en cinco minutos —respondí. Me duché velozmente.
Vi la camisa negra planchada y el resto de mi traje de oficinista, Liz me miraba y parecía  sonreír cada tres milésimas de segundo. Seguía planchando.
—¿Hoy vendrás temprano? —me preguntó—.  Recuerda que mis padres vendrán a cenar.
—Claro que lo recuerdo, durante estos días me lo has dicho sin parar. Traeré el Sauternes que le gusta tanto a mi señor suegro.
Escapé de la oficina sin saber por qué, el sudor huía de cada uno de mis poros. Los gritos que a continuación escuché extrañamente me calmaron. Vi sangre manchando mi saco color caqui apenas y noté la Victorinox temblando en mis manos. Percibí nuevamente los gritos, pero esta vez se oían llenos de furia. Tres policías me apuntaban con sus viejas armas, temblaban, estaban mucho más asustados que yo; sin duda jamás habían disparado, escuché el tronar de las armas. Uno de los proyectiles hizo volar parte de mis dedos y la navaja suiza fue a parar a la cabeza de un transeúnte que observaba todo desde la distancia.
—Samuel, reacciona, deja de soñar despierto —me dijo Harlan Santoro, mi socio en la empresa constructora—. Hace diez minutos que andas en el limbo, espero que estés pensando en la estructura del nuevo edificio.
Observé mis manos. Tenía mis dedos completos. Escruté mis zapatos negros y no había ni un rastro de sangre. Giré bruscamente y vi el arsenal de premios, reconocimientos y diplomas que había ganado en años
—¿Crees en la paramnesia? —pregunté. Me alejé de mi escritorio y miré la calle.
—Dirás Déjà vu —replicó Harlan casi instantáneamente—. Se supone que el noventa y seis por ciento de las personas hemos vivido dicha experiencia, ¿por qué la pregunta?
—Creo que sé todo lo que pasará el día de hoy, una especie de Déjà vu continuo e interminable —dije con un tono melancólico—. Prende la radio, dentro de diez segundos escucharás el gol que hará Pepe Gordillo, será una chalaca.
Harlan me miró, extrañado, pero obedeció mi petición, yo comencé a contar mentalmente mientras escuchaba la narración trepidante del comentarista.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno.
—Gol, gol, gol, goooolaaaaaazo de chalaca. Pepe Gordillo se consagra como el goleador de la copa libertadores… Gooooooooooool de Alianza Lima —gritaba sin respiro el comentarista radial.
El rostro de mi socio se había congelado, ni siquiera pudo celebrar el gol del equipo de sus amores.
—¿Cómo supiste…?
Lo interrumpí:
—Sé que quieres que te diga los números de la lotería —dije. Comencé a profetizar el resultado ganador.
—Eres el puto amo —dijimos al mismo tiempo, luego imité el gesto que Harlan realizó con las manos. Él me miraba fascinado como si yo fuera parte de un pequeño grupo de dioses paganos.
Durante el resto del día estuve haciendo uso indiscriminado de mi extraña habilidad, bromeaba con Harlan y con algunos empleados. Claro, ellos pensaban que todo era una especie de acto preparado. No conocían la magnitud de lo que acontecía.
De pronto un aire siniestro invadió nuestra oficina. Un sujeto con  máscara de conejo entró en escena con una AK-47. Nos pidió el dinero. Los empleados me miraban confundidos y asustados, supe quienes iban a morir. Una ráfaga de balas impactó en el cuerpo de Harlan, sus ojos expresaron  terror. Comenzó a gritar desesperado, sujetó mi mano y me dijo:
—No quiero sufrir. —Sin pensarlo atravesé su garganta con el filo de una navaja.
Me puse de pie mientras los alaridos eclipsaban el estruendo de los disparos. Pateé la puerta trasera de la oficina y escapé hacia la calle. Los transeúntes me observaron atónitos, me sentí tranquilo —ahora sabía por qué sudaba y por qué la sangre manchaba mi saco—, vi a los policías: Sus palabras, antes ininteligibles, eran ahora muy claras.
—Muévase, señor, ¡muévase!  —vociferaron los agentes del orden.
Giré y vi al asesino. Lo reconocí al instante. Se trataba de Miriam, una secretaria con la que mantuve un romance de años. Aquella mujer siempre me juró amor. La había despedido sin dudar pues debía salvar mi matrimonio.
El tronar de las armas me hizo reaccionar. Vi la máscara de conejo cayendo al suelo. Su rostro no había cambiado en absoluto, era preciosa incluso muerta. La sangre avanzó rauda hacia mi cuerpo, espantado me puse de pie y me oculté detrás de los policías.
—Señor, cálmese —dijo un agente rechoncho y con cara de buena persona.
Sabía exactamente qué sucedería, no vería más a mi esposa. Nunca compraría el Sauterness y nunca entendería por qué la teoría de Funkhouser dejaba de ser solo una estúpida hipótesis.
—Samuel, reacciona, deja de soñar despierto —me dijo Harlan Santoro, mi socio en la empresa constructora—. Hace diez minutos que andas en el limbo…
—Espero que estés pensando en la estructura del nuevo edificio que debemos diseñar. —repliqué con una sonrisa genuina. De alguna forma supernatural ya sabía todo lo que diría mi socio.
—¿Cómo coño supiste lo que iba a decirte?
—No importa —me puse de pie y llamé a los empleados—. Hoy todos tienen día libre.
La ovación no se hizo extrañar, tampoco la reacción de Harlan.
Escapé de la oficina y vi a Miriam, la secretaria, que más parecía miembro de algún grupo de cumbia femenina. Sujetaba una máscara de conejo con la mano derecha. En el suelo y a su lado tenía un enorme maletín negro. Su cuerpo se estremeció cuando me percibió acercándome a ella sin delicadeza. La tomé del brazo y le dije al oído:
—No desperdicies tu vida en una venganza sin sentido, lanza esa AK-47 al mar, y guarda esa mascara de conejo para Halloween —respiré profundamente mientras nuestros ojos sincronizaban—. Perdóname si te utilicé alguna vez.
Me alejé sin decir más. Ella me miraba atónita y asustada.
—Samuel, gracias por salvar mi vida. —Escuché sus palabras, sin embargo perdían sentido por culpa del ruido que generaba la gran vorágine de la calle.
No lo hice por ella, tal vez fue por Harlan, o de repente fue por no aplicar aquella eutanasia sobre su cuello. Quizá por Felipe el portero, o por la docena de empleados que fallecían en ese recuerdo del futuro. Muy en el fondo sabía que solo lo hacía por mí.
Me pasé el resto del día caminando sin rumbo. Adivinando las acciones, las sensaciones y los entornos que segundos más tarde, minutos más tarde, surgirían.
De pronto apareció ella, una muchacha de apenas veinte. Por algún motivo no podía deducir sus acciones, aquello me intrigó. Ella vestía: un atuendo de niña gótica, uñas negras, cabello sucio y extravagante, castaña, aunque sin brillos solares. Su rostro maquillado como el de una muñeca terrorífica me encantó. El rímel escapaba a borbotones por sus ojos tristes. La seguí, tratando de descifrar sus acciones. Era imposible, ella era… El escape  a mi agobiante rutina de profeta.
Finalmente me acerqué a su persona. Nuestras miradas impactaron una sobre otra. Y escuché su voz, dulce como el chupetín que introducía en su boca.
—Me seguiste todo el día, esperaba que te animaras a decirme siquiera hola.
—Hola —le dije, rememorando mis antiguas técnicas de galán—. ¿Puedo acompañarte?
—A ti te conozco de algún lado —la muchacha gótica se quedó pensando—. Eres Samuel Rebagliategui, el arquitecto.
—Sí… ¿y tú eres?
—Raquel Bathory, Carmen Pérez. Tengo muchos nombres y también soy arquitecta —dijo ella mientras se mordía los labios—. Quizá quieras ayudarme con unos planos.
Acepté gustoso y subimos a un taxi. Sin dudar me abalancé sobre ella. Hubo resistencia al inicio, pero para cuando mis dedos estuvieron dentro de su ser la tuve anestesiada, atrapada. Ella se reía y me observaba con unos ojos que parecían reflejar el ocaso.
Al llegar a su departamento recordé el Sauterness y la cena con mis suegros. Miré la hora en un viejo reloj con la apariencia de Félix, el gato —siete de la noche—, maldije y apagué mi celular. Raquel no me dio tregua, sus besos me hicieron olvidarlo todo.
—The room is on fire while she´s fixing her hair…
Despierto y la observo cantando desnuda de cara al espejo, el reflejo que proyecta me cautiva, ella es bella. Sus ojos negros como el carbón emiten un pequeño destello naranja, parece que el ocaso naciera en su mirada. La observo con cautela mientras escapo de las sabanas, su piel, blanca como el marfil, fulgura el mismo tono que sus ojos, luce sobrenatural. La temperatura aumenta irracionalmente, me sofoco; el sudor comienza a resbalar por  su cuello hasta llegar a sus senos. Escucho su risa llena de picardía, segundos después, sus palabras.
—Un Déjà vu es en realidad un Déjà vécu, mi amor. ¿Alguna vez has tenido la certeza de saber lo que iba a suceder, de conocer las palabras que alguien iba a mencionar, o el entorno que podría descubrir? —ella hace una pausa.
—Sí y... —ella me interrumpe.
—Hice una pausa para aclarar mis ideas, no te pedí opinión, dulzura, Déjà sentí —dice y se postra a mi lado. Siento que el calor aumenta, mi cuerpo está rebozando de transpiración al igual que su hechura. La observo. Siento que el aire me falta.
—Déjà visité, visítame de nuevo.
— ¿Todo esto va a suceder de nuevo, muchachita gótica? —pregunté. El calor inflamaba mis brazos.
—Todo sucederá una y otra vez. —Su larga cabellera castaña cubría sus pezones.
—Dime tu verdadero nombre, niña gótica.
—Lucifer, pero Luci para los amigos —respondió ella mientras el fuego…
El reloj despertador marcaba la hora habitual, cinco para las seis de la mañana. Vi a mi esposa durmiendo con la misma serenidad que ha tenido durante siete años, le di un beso en la frente y ella sonrió con la misma gracia que me cautivó hace mucho.

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