domingo, 2 de enero de 2011

EL NOMBRE

Julio Meza Díaz


–¡Qué es esto! –dijo el Viejo, acomodándose la camisa manchada de sangre–. ¡Yo quería que me conocieran! ¡Pero así no!
Había pasado la noche en una de las banca del parque, y ahora, que el sol refulgía a plenitud, llevaba el vientre adolorido y la boca cubierta por una costra morada. Adelante, a menos de cien metros, un techo de lona daba sombra a los arreglos florales y los carteles con versos elogiosos. Más allá, descansaba un podio marrón coronado por un micrófono y una pequeña bandera del Ministerio del Deporte. Las personalidades invitadas, entre los que se hallaban el anfitrión y los representantes del gobierno, se acomodaban en sus respectivos asientos, esperando el inicio de la ceremonia. Tras una gruesa línea de policías, los periodistas presionaban compulsivamente el disparador de sus cámaras y soltaban preguntas ingenuas al aire. En el centro de la algarabía, como si fuera un rey silencioso, sobresalía una placa de mármol en la cual, con estilo gótico, se lucía el nombre completo del Viejo.
–¡El famoso soy yo! –gritó el Viejo, señalándose con un dedo.
–¡Calla, vago de mierda! –le respondió un policía, y lo amenazó con su cachiporra–. ¡Tú no eres nadie!
Con un puño invisible en la garganta, el Viejo se retiró a un lado y esperó el homenaje, mientras limpiaba su pantalón salpicado de barro.

***

Desde hacía dos décadas, el Viejo trabajaba como conserje del Estadio Principal. Cuando niño, su meta había sido llegar al mismo lugar, pero ocupando un estatus superior: soñaba con ser un atleta reconocido que, luego de innumerables victorias, recibiera el aplauso de tribunas febriles. Lamentablemente, su frágil voluntad y el escaso apoyo de sus padres (ellos siempre le aseguraron que tendría un futuro mediocre) hicieron que, desde sus primeros años de colegio, tuviera el espíritu ocioso para todo lo que implicara un esfuerzo. Ya en la juventud, cuando quiso cambiar su situación y plasmar en la realidad sus sueños de infancia, descubrió  que era tarde para lograr cualquiera de sus metas. Su cuerpo tenía una constitución gelatinosa, y sus reflejos eran más lentos que los de un caracol somnoliento. Ergo, estaba descartado para cualquier práctica deportiva. Buscando solucionar su infortunio, trató de ejercer algún oficio que lo acercara, aunque sea solo físicamente, a sus ansiados deseos; y, gracias a una amistad efímera (conoció en una borrachera al que sería su jefe), obtuvo su premio consuelo: trabajar en el Estadio Principal y, de esta manera, codearse con el mundo que anhelaba.
–Gracias, amigo… perdón… gracias, señor –le dijo a su jefe, cuando este lo contrató.
El Estadio Principal, que se ubicaba en el centro de la ciudad, era una construcción que, pese a sus numerosas décadas, tenía una importancia de primer grado en el juego profesional del país. Allí se realizaban las más importantes competencias: partidos de fútbol, pruebas de velocidad, demostraciones gimnásticas y un largo etcétera. Cuando acontecían estos eventos, las butacas se llenaban de personas que gritaban el nombre de sus favoritos, y sufrían o gozaban por las variaciones del tablero de puntuación. (“Ojalá fuera por lo menos recoge bolas”, pensaba el Viejo en esos momentos, con tristeza). Pero el Estadio Principal, a causa de su arraigada tradición, también funcionaba como una suerte de pasarela luminosa para las celebridades del deporte: en sus paredes que daban a la calle, entre laureles y en letras de bronce, se exhibía los nombres y apellidos de aquellos atletas que habían destacado en otros tiempos.
–Algún día –decía el Viejo, en plena ensoñación–, algún día llegaré allí.
Una mañana, su jefe le encargó bajar las letras de bronce y pulirlas cuidadosamente. Al día siguiente, vendría una comisión de periodistas para tomar fotos y realizar una investigación biográfica sobre algunos deportistas famosos. Siguiendo lo ordenado, el Viejo levantó un andamio metálico y, con facilidad imprevisible, sacó varios de los caracteres y los dejó en la acera para sacarles brillo después. Su reloj había marcado las siete de la noche; de modo que podía otorgarse un descanso, y se dirigió por un trago a la cantina cercana.
–Me toca mi combustible –dijo, dando pequeños brincos.
En la cantina, sintió un relajo mágico. Con ademanes seguros, se acodó en la barra y pidió un vaso de ron. Mientras esperaba el servicio, observó su entorno: había una docena de mesas, en donde los parroquianos bebían licores baratos, fumaban hierbas aromáticas, y conversaban a grandes voces; trayendo bandejas de latón, los mozos hacían lo imposible por atender los confusos pedidos; en prendas mínimas, las damas de pago ofrecían sus servicios con exagerada discreción: a través de murmullos en las orejas de sus potenciales clientes.
–¡Salud! –soltó el Viejo a la multitud, levantando su vaso–. ¡Este siempre ha sido un buen lugar!
Mientras enfriaba su sed (había pedido que le dejaran la botella), se fijó en una dama de pago que no había encontrado en sus visitas previas. Era de unas piernas altas y firmes como palmeras, tenía nalgas generosas para el carnívoro, y mostraba en su rostro avidez por el placer. “Así me la recetó el doctor”, se dijo el Viejo, trazando una sonrisa pícara. Sin embargo, pese a su lascivia en efervescencia, se animó a un avance solo cuando estuvo bastante bebido. Con paso viril, se acercó a ella y la abordó con los ojos refulgentes.
–Hola –le dijo, en tono de impostada galanura–. No te había visto antes. ¿De dónde eres?
–¡Lárgate! –reaccionó la Dama de Pago, mirándolo de arriba abajo–. No hablo con perdedores.
–¿Qué? –se enfureció el Viejo, a punto de arremeter con una cachetada–. ¿No sabes con quién estás hablando?
–¡Oye! –lo detuvo un hombre corpulento y de cabeza rapada–. Le pegas y te reviento.
Asolapando su temor, el Viejo midió al Hombre y concluyó que este podría vencerlo en breves segundos. Decidió, entonces, fingir arrebato y mesura a la vez.
–Mire usted –dijo–, yo no soy nuevo aquí. Todos me conocen, y pueden dar fe de ello con su palabra. Así que no voy a permitir que una cualquiera, quizás la más atrevida y novata, me falte el respeto sin ningún motivo.
–Todos te conocen, ¿no? –dijo el Hombre, remangándose la camisa.
–Exactamente –respondió el Viejo, con un hilo de duda en la voz.
Silencio de cementerio en la cantina. El Hombre y el Viejo se miraban con furia explícita; los parroquianos callaron sus diálogos; los mozos abrazaron las bandejas; las damas de pago interrumpieron el negocio: todos esperaban que algo súbito detonara la violencia.
–Pero… Yo no te conozco –quebró la tensión un parroquiano, refiriéndose al Viejo–.  ¿Quién eres?
–Es cierto –agregó un mozo– ¿Quién diablos eres?
En seguida, se levantó un barullo vertiginoso: –¿Quién es este tipo? ¿Ustedes lo conocen? ¿De dónde salió? ¿Por qué no lo botan? ¡Qué esperan para golpearlo!
–¿Viste? –le encaró la Dama de Pago–. ¡Eres un don nadie!
El Viejo, rojo de cólera, y sin saber cómo responder a semejante humillación, se dejó llevar por el impulso: abofeteó a la Dama, y se lanzó sobre el Hombre. Estalló la confusión. Con gritos encendidos, los parroquianos alentaban la pelea deseando abultados charcos de sangre; las damas de pago, en solidaridad con su compañera vejada, atacaron al unísono y marcaron al Viejo con arañazos indelebles; los mozos intentaban evitar que las botellas se quebraran, mientras, de reojo y con sádico placer, seguían los detalles del encuentro.
–¡Pero no me matarás! –vociferaba el Viejo, bajo el Hombre, que no dejaba de castigarlo con puñetes certeros–. ¡Te digo que no me matarás!
La paliza duró cerca de cinco minutos. El Hombre y las damas de pago, ya victoriosos, pateaban en el piso el cuerpo derrotado del Viejo. Y, como este anunció, no lo mataron, pero quedó peor que un muerto. Sus mejillas estaban atravesadas por heridas abruptas; de su nariz y boca erupcionaban chorros de sangre; su camisa lucía destrozada; su pantalón, abierto como una falda, cubría unas piernas llena de moretones y cortes. Al igual que un herido de guerra, el Viejo se retiró cabizbajo y cojeando. El Hombre vociferó–: ¡Y no vuelvas más, pedazo de mierda!
Luego de deambular por veredas sinuosas, el Viejo llegó a la puerta del estadio. Pese a su borrachera, no lo gobernaba el alcohol, sino una cólera feroz que lo abrasaba como fuego denso. “Malditos”, pensaba, con insistencia. “Ya sabrán quién soy. ¡Ya sabrán!”. De pronto, se decidió. Tomó sus herramientas, subió al andamio que había levantado hacía unas horas, y dibujó en su rostro una sonrisa enferma.

***

A la mañana siguiente, el Viejo salió de sus sueños empujado por un barullo que se colaba a través de la ventana (dormía en un cuarto bajo las graderías del Estado Principal). Eran unas voces anhelantes que trataban de sacarle a su jefe algún dato curioso. Pese a la turbación de la resaca, llegó a su memoria el porqué de esos sonidos. “Los periodistas, carajo”, pensó el Viejo, y se cambió para atenderlos. Y, minutos después, sucedió lo que había soñado pero que, en el fondo, estaba seguro de que jamás se realizaría. No solo encontró periodistas, sino también un milagro: las cámaras fotográficas y de video registraban un único nombre, y este era el suyo.
–¡¡¡¡Qué!!!! ¿¿¿¿Qué pasó???? –gritó el Viejo. Su Jefe le respondió-: Estamos frente a un importante acontecimiento. Acaban de hallar, entre los deportistas consagrados, el nombre de un gimnasta desconocido.
Rascándose la cabeza, el Viejo se esforzó por recordar la noche anterior. Le vinieron imágenes nublosas: él trepado en el andamio, él poniendo su nombre entre laureles, él contemplando su obra.
 “Dios mío “, se dijo. “He alcanzado la fama! ¡La fama!”. Y concluyó: “Es hora de la venganza”.
Momentos después, manteniendo una calma tensa (esperaba que se hiciera de noche para ir a la cantina), fijaba su atención en un noticiero de T.V. Exhibiendo rigidez en el semblante, el conductor decía: “En exclusiva. Sepa de la vida del futbolista olvidado. Gloria de nuestro balompié de antaño. Permaneció en la sombra por mucho tiempo. Pero ahora, gracias a una sagaz investigación, salen a la luz detalles de su vida. Entérese cómo fueron sus difíciles inicios. (En la pantalla aparece la foto de un niño dominando el balón). Cómo triunfó en la liga nacional y cómo llegó a jugar en los clubes extranjeros. (Un adolescente driblando a dos defensas). Infórmese sobre sus éxitos y derrotas, sobre su popularidad y triunfo definitivo. (Un joven recibiendo una copa). Conozca al respecto de sus vicios, sus matrimonios y su enfermedad mortal. (Un anciano postrado en cama). En exclusiva. Y solo en nuestro canal”.
 “Hmm…”, se dijo. “No soy ninguno de esos”. Y agregó: “Total, es mi nombre”.
Acabada la tarde, en el trayecto a la cantina, el Viejo se detuvo frente a un kiosco y encontró su nombre en la primera plana de un periódico. Al lado de la imagen de un moreno basquetbolista, había una leyenda en altas: “Nuestro Rey de la canasta”. El Viejo compró el periódico y leyó: “Nacido en los barrios aledaños al puerto de la ciudad, lo criaron sus tíos, los que le incentivaron siempre la práctica deportiva. Cuando adolescente, un profesor de su colegio identificó su potencial, y lo ayudó a ingresar en el equipo de la federación de básquetbol. A partir de entonces, todo fue ascenso para él. Se desenvolvió como jugador de la selección nacional, los Maestros del Rebote y la Súper Liga. Sin embargo, cuando rozaba el pico de la fama, conoció la tragedia: un accidente automovilístico lo recluyó en una silla de ruedas. Pero, tornándose en ejemplo para la juventud, recomenzó su carrera…”.
–O sea, ¡ahora soy jugador de básquet! –mencionó el Viejo, tirando el periódico–. ¡Qué embrollo, carajo!
De un empujón, abrió la puerta de la cantina, y se detuvo en el umbral: su silueta se dibujó contra la luz exterior. Calmado, observó el ambiente: los parroquianos se apasionaban con sus debates; los mozos, sin soltar las bandejas de latón, se trasladaban de aquí para allá; las damas de pago se deslizaban en tacos de aguja y nubes de perfume meloso. Con la seguridad de un galán de cine, el Viejo se acercó a la barra y, tronando los dedos, pidió un whisky.
–Y no olvides el hielo, sobrino –agregó.
–Oye, te dije que no volvieras –sonó una voz de entre la oscuridad. Era el Hombre que se acercaba empuñando una manopla de metal.
–Un momento. Un momento, señor –respondió el Viejo–. Usted me va a tratar con respeto. Soy una celebridad. ¿No ha visto la televisión? ¿Los periódicos? Mi nombre está por todas partes.
–¿Eres el voleibolista famoso? –dijo el Hombre–. Ese era marica.
Percatándose de la discusión, una dama de pago agregó–: ¿Cómo? ¿No era gimnasta?
De inmediato, un parroquiano intervino–: ¿No era futbolista?
Y explotó un enredo-: ¡No! ¡Era basquetbolista! ¡No! ¡Se equivocan! ¡Nadador! ¡No! ¡Para nada! ¡Maratonista! ¡No!...
–Bueno –dijo el Viejo, con el ego carcomido–. Todos esos soy yo.
–¡No!... ¡Tú solo eres mierda! –gritó el Hombre, y le encajó un puñete en la boca. A continuación, se formó un círculo alrededor de los contrincantes. El Viejo se quitó el saco y trató de dar algunos golpes. El Hombre lo cargó sobre su cabeza, lo hizo girar como hélice, y lo lanzó al piso. El Viejo sintió hielo seco en cada uno de sus huesos. Cuando volvió en sí, avanzó de rodillas hasta la puerta, y recibió un último puntapié: cayó con estrépito en un charco de barro.
–¡Mierdas! –gritó, y se lanzó a correr–. ¡Mierdaaaassss!
Horas después, compró una botella de ron, y bebió en la banca de un parque hasta quedar dormido.

***

Desde su sitio, el Viejo atendió la ceremonia con ansiedad: escuchó un sinnúmero de halagos para su nombre, se impresionó por las lágrimas de varios asistentes, y quedó anonadado por el extenso discurso biográfico sobre su vida (se habló del devenir de un piloto de autos de carrera). Terminada la ceremonia, el anfitrión gritó a voz en cuello–: ¡Héroe nuestro!
Y todos contestaron a la vez–: “¡Presente! ¡Presente!”
Una salva de aplausos se elevó por encima de las cabezas. De inmediato, el servicio, exhibiendo trajes limpios como cielo de verano, pasó por entre los asistentes con bandejas de vino y bocaditos. El cerco de policías se rompió e ingresaron los periodistas a entrevistar al anfitrión y las autoridades del Ministerio del Deporte. Mientras comentaban anécdotas sobre el piloto, el resto de invitados observaba la placa conmemorativa. Jugando su última carta, el Viejo se aproximó a un niño y le propuso–: Si te doy cinco monedas, ¿serías capaz de señalarme y leer lo que dice allí?
–¿Cómo? ¿Quiere que diga que usted es el famoso? –preguntó el Niño.
–Sí –respondió el Viejo, y le soltó el dinero. El Niño se trepó al podio y, con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, dijo a través del micrófono–: Ese señor de ropas sucias… –indicó al Viejo con un dedo, mientras los asistentes se volvían sorprendidos– ese señor es… –y cayó un mojón de paloma sobre la placa de mármol– ese señor es… una caca.
Todos miraron al Viejo, y estallaron en carcajadas.
Bajo un sol asfixiante, el Viejo se retiró a hundirse en el Estadio Principal.

1 comentario:

  1. Casi tiene algo de kafkiano el cuento. No resulta fantástico si no es por el extremo fatalismo que supera cualquier ley racional y la sensación de desdoblamiento entre el ser y la identidad. También es interesante la intencionalidad del narrador en desubicar el cuento neutralizando cualquier referencia que pudiera identificar una ciudad específica.

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